Cenando fuera de casa
En que nuestro héroe inicia su aventura y, sin comerlo ni beberlo, acaba un viernes por la noche cenando con dos alegres señoritas en un bar de carreteraDuelos y quebrantos desestruc
Y don Quijote hace lo que muchos padres desearían que sus hijos hicieran: se va de casa. Es una mañana de julio, y el campo de Montiel, carretera de Andalucía adelante, se prepara para el bochorno. El jinete sale discreto y alegre por la puerta falsa del granero y deja que Rocinante elija el rumbo de la aventura. Pero, nada más emprender el paso, se percata de que no tiene título para ejercer la caballería, y que hacerlo sin él sería caer en el intrusismo profesional -hoy tan en boga, por cierto-. Por tanto decide hacerse armar caballero por el primero que encuentre, y continúa su camino encantado de la vida. Ya se imagina al cronista futuro de sus hazañas describiendo la escena de aquella primera mañana -como hago yo ahora- y se le excita la vena cursi. En su cabeza lee las líneas: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, etc., etc.». Se deja conducir al paso por Rocinante, pero el calor aumenta, el día avanza, el hambre ataca... y nada pasa. Al atardecer, por fin, distingue y alcanza una venta que cree castillo. Frente a la entrada, unas pilinguis se solazan. Son lo que hoy se llama señoritas de compañía o, más vagamente, «contactos». En fin, dos putas, que van camino de Sevilla con unos arrieros y hacen noche en el mencionado hostal de carretera. Él las cree doncellas y ellas se parten de risa, claro. Pero se les informa de que «es mucha sandez la risa que de leve causa procede». Cordura de loco. Por fin hacen las paces y las amables señoritas lo ayudan a despojarse de su indumentaria, mientras él les declama su versión del famoso romance de Lanzarote: «Nunca fuera caballero/ de damas tan bien servido/ como fuera don Quijote/ cuando de su aldea vino:/ doncellas cuidaban dél;/ princesas del su rocino». Sin embargo, ni princesa ni doncella pueden deshacer los nudos de la celada y se la dejan en la cabeza. Aparece por allí el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, y le ofrece comida y bebida, que cama ya no queda (situación que añoran permanentemente nuestros hosteleros). Pide y le dan de comer y como es viernes y es vigilia le sirven un mal remojado y peor cocido bacalao. Lo malo es que con la celada no es capaz de comer por sí mismo, y ahí lo tienen ustedes siendo alimentado por la bondad de una puta, que le da de su mano. Por su parte, el ventero fabrica una caña por la que don Quijote va bebiendo vino. Un invento, por cierto, que todavía hoy se usa mucho. Y don Quijote, que ya hemos visto que es de fácil conformar, se siente el hombre más afortunado del mundo. eduardo.riestra@lavoz.es