Diario de León

El rosario de la aurora

En que el aspirante vela sus armas y reparte mamporros entre los profesionales del transporte por carretera, pero acaba viendo llover piedras

Portada de la edición príncipe de «El Quijote»

Portada de la edición príncipe de «El Quijote»

Publicado por
Eduardo Riestra - redacción
León

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Finalizada la cena frugal que comenzó la semana pasada, don Quijote decide pedir al ventero, a quien toma por señor, que le permita velar sus armas durante la noche y que a la mañana siguiente lo arme caballero. El hombre resulta ser un poco cabroncete, y le acepta lo pedido reconociéndose a sí mismo también como caballero, que en años pasados había recorrido todo cuanto barrio chino le viene a la mente, recuestando viudas y deshaciendo doncellas, engañando pupilos y haciendo tuertos. Frecuentador, en fin, de la carretera de Carballo, por poner un ejemplo. Luego, y esto sí que es una primicia, nos enteramos de que los caballeros andantes, aun cuando no se cite en los libros que narran sus historias, llevan dinero en la cartera para sus gastos y unas cuantas camisas limpias, además de un botiquín de primeros auxilios. Don Quijote, que todavía es novato, toma buena nota de este asunto para el futuro. A falta de capilla, el candidato a caballero andante decide velar sus armas destartaladas en el corral de la venta, para lo cual las amontona junto al pozo y las guarda paseando con la lanza al hombro. Entonces uno de los arrieros, que está visto que es una profesión de insensatos, decide abrevar a su recua, y a pesar de las advertencias de nuestro campeón, remueve las armas para acceder al pozo. Don Quijote entonces le arrea un lanzazo en plena chola, que lo deja fuera de combate, y ni se inmuta, oye. Prosigue la guardia como si nada. Pero un segundo arriero sigue los pasos de su compañero, y toca también las armas del velatorio, por lo que nuevamente don Quijote le sacude y lo deja descoyuntado. Ante semejante situación los otros profesionales de la mula comienzan a tirarle piedras. A esta altura del libro uno ya se da cuenta de que el tal Alonso no se anda con coñas, y que los tiene bien plantados. El ventero también se percata de lo mismo, y decide sacárselo de encima cuanto antes, con mayor razón por cuanto el caballero se ha dejado la cartera en casa y no va a pagar la factura de la posada. Por lo tanto, le da por veladas las armas y le celebra la ceremonia con más rapidez que una boda civil en el Ayuntamiento de Vigo. Armado caballero, vestido de nuevo con sus prendas guerreras y montado en su rocino de nombre Rocinante se prepara nuestro héroe para partir en la noche, y creerán ustedes que se marcha a la francesa. Pues no señores. Se despide... de las dos putas, que resulta que se llaman Tolosa y Molinera y a las que el generoso entusiasmo del andante otorga el tratamiento de doñas: doña Tolosa y doña Molinera. Con un par. cultura@diariodeleon.es

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