Una de cal y otra de arena
En que el caballero comienza a ejercer la profesión, con resultado diverso, porque retuerce un entuerto y cuando se pone gallito acaba recibiendo
Tengo que reconocer que estoy profundamente desconcertado. Es cierto que este capítulo comienza con una de esas frases que levantan ovaciones entre el personal, que está instalada en la memoria colectiva y forma parte del mapa genético de nuestra raza: «La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta». Muy bien. La conocemos todos (lo que viene a confirmar la existencia de la ciencia infusa). Pero luego ocurren dos incidentes muy desagradables y de naturaleza casi opuesta y que me traen a mal traer. Voy al grano. Don Quijote decide volver a casa para recoger unas camisas limpias y algo de dinero, y para reclutar un escudero. Por el camino oye un lamento que viene de un bosque de encinas próximo, y al acercarse descubre a un malvado sujeto que azota a una chaval de quince años, Andrés de nombre, al que tiene amarrado a uno de los árboles. Por supuesto el caballero toma cartas en el asunto y detiene la salvajada. El hombre, Juan Haldudo el rico, vecino de Quintanar, empresario de la industria de la oveja, reclama a su empleado a correazos un mayor celo en el trabajo -que no es otro que pastorear el rebaño, que en esto, como en el taxi, los hay autónomos y los hay contratados-, mientras le niega el salario convenido (¡y a mí que esto me suena!) porque dice que le pierde las ovejas. Don Quijote le toma la palabra de que cesará la paliza y saldará la deuda, sin descontar, como pretende el rufián, los tres pares de zapatos que ya le gastó el empleado y la cuenta de dos sangrías que hubo de hacerle algún matasanos cuando estuvo enfermo el rapaz. Pero al marcharse el caballero andante, aquel retoma con mayor brío la agresión hasta dejar medio muerto al empleado. Nuestro héroe, convertido en patrón de oenegés, reanuda su marcha ajeno al desenlace anterior cuando se topa con una partida de mercaderes toledanos que se dirigen a Murcia para comprar seda (¿por qué seda? ¿por qué a Murcia?). Entonces se les planta en medio del camino y les dice algo así como: por aquí no pasa nadie sin antes reconocer públicamente que Dulcinea es la que más mola. Hombre, eso es una macarrada que no tiene justificación. Ellos le piden una foto que pudiera llevar en la cartera para comprobar el hecho, y por un quítame allá esas pajas, el caballero se arranca para embestir con furia, pero Rocinante tropieza y ambos acaban rodando por los suelos. Ante esto y aprovechando la ventaja, uno de los criados de la partida la emprende a palos con el caballero caído, del que, como en el refrán del árbol, hace leña. Una cosa está clara. Cada día se está haciendo más peligroso salir por los campos de la Mancha. Pobre Andrés, pobre don Quijote. cultura@diariodeleon.es