| El Quijote por entregas | Capítulo / Semana XVIII |
El silencio de los corderos
En que don Quijote confunde ejércitos con rebaños, lo que le cuesta algunos dientes y una carta de dimisión que afortunadamente acaba por ser retirada
Se alejan de la venta nuestros hombres tranquilamente al paso a lo largo del camino real, cuando descubren sendas nubes de polvo que se acercan hacia ellos desde ambos lados. Don Quijote decide, por su cuenta y riesgo, que aquellos son dos ejércitos que se preparan para la batalla, y además consigue ver a los guerreros que los forman. Así, descubre que de un lado comanda el emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana, que es el malo, y del otro Pentapolín del Arremangado Brazo, que con ese nombre ya se comprende que es el bueno. En sus filas cabalgan personajes como Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, Timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya (esto tiene nombre de periódico), que en su escudo figura la palabra Miau, principio del nombre de su amada Miulina, hija de Alfeñiquén del Algarbe, Espartafilardo del Bosque, y unos cuanto más. Pero lo cierto es que sólo se trata de dos rebaños de ovejas. Sancho lo ve y advierte a su amo, pero éste, que ya saben ustedes que es terco como una mula, decide embestir a uno de los ejércitos. En medio del estropicio, los pastores que conducen los rebaños intentan parar la masacre lanzando al caballero piedras con onda -que más le valiera que fueran sopas- y consiguen darle en el costado y derribarlo del pobre Rocinante, que no gana para disgustos. Don Quijote, al verse herido, saca su bálsamo de Fierabrás y bebe, pero una nueva piedra le rompe la frasca y, de paso, tres o cuatro dientes. Ante semejante siniestro, los pastores recogen a sus muertos, que pasan de siete, y se largan apresuradamente con los falsos batallones. Entre tanto don Quijote pidió a Sancho, que se había acercado a socorrer a su amo, que le mirase dentro de la boca a ver qué muelas le quedaban todavía en su sitio, con tan mala suerte que en aquel preciso momento quiso el bálsamo salir por donde había entrado y el caballero vomitó todo el mejunje en la misma cara de su escudero, que al sentir aquello, no pudo evitar, de la repugnancia, vomitar, a su vez, contra la cara del herido. Al encontrarse Sancho en esta penosa situación, se prometió abandonar a su amo aun perdiendo salarios debidos y promesas pendientes, pero don Quijote se acercó a consolarlo: sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro (y esto se lo dedico yo hoy a nuestros políticos). Sancho se ablanda, discute, se lamenta, le cuenta de nuevo las muelas a su jefe, lo que resulta fácil porque de abajo quedan dos y media, pero de arriba no queda ni media ni ninguna, y don Quijote, que sabe que una encía sin muela es como un molino sin piedra y que más vale una muela que un diamante, lo da todo por bien perdido por gloria de la orden de la caballería. Y ambos amigos retoman su ruta.