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| Crítica | Música |

Ramón Vargas, la grandeza de un tenor

El maestro ofreció el viernes un recital emocionante y lleno de matices

El tenor junto a la pianista Mzia Bachtouridze

Publicado por
Miguel Ángel Nepomuceno - león
León

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Ramón Vargas es un tenor que, además de cantar con la elegancia e inteligencia de los elegidos, sabe aunar  seguridad, buen gusto y una comunicatividad arrolladora, algo que en León sirvió de poco porque el público que ese día acudió a escucharlo al Auditorio estaba poco habituado a estos menesteres del belcanto. Espectadores que, con tal de tener ocupadas las manos, palmotean a todo lo que se mueve sobre un escenario y desenvuelven interminables caramelos. Lo mismo les da asistir a un recital que sentarse ante el televisor o hacer calceta a la sombra de un chopo de la Candamia. Lo importante es figurar socialmente o consumir la entrada que les han regalado. Pero la clase se impone cuando la hay y Ramón Vargas, que la tiene a raudales, supo hacer virtud del defecto y comenzó echando piropos a la ciudad, a sus gentes, al clima y a la fenomenal acústica del Auditorio, lo que le llevó a ganarse a un público un tanto amorfo. Convirtió el recital en una auténtica masterclass , explicando cada aria y lamentándose de que no se acompañara en los programas de mano el texto con su traducción. ¡Qué cosas pide usted, D. Ramón!, si podemos darnos con un canto en los dientes porque aún  tenemos programas; lo raro es que todavía contemos con algo donde leer lo que se va a interpretar, aunque la mayoría de las veces se omita, se cambie o se tergiverse. Este fue el caso del recital, en el que el pandemonium de nombres mal escritos y de títulos de canciones que no existían eran flagrantes ejemplos de cómo hacer programas de mano para analfabetos contumaces  y no morir en el intento. Por fortuna, el aficionado aún pudo saborear  lo mejor del canto de un tenor que, además de saber decir, moverse, interpretar y ganarse al público con el único poder de su voz bellísima, demostró porqué figura entre los cuatro mejores tenores del mundo hoy día. Su extensión, coloratura, canto natural, legato, su arma más dilecta y su concepción del drama, fueron determinantes a la hora de sembrar de notas bellinianas y donizettianas un auditorio no demasiado versado pero con la suficiente capacidad de recepción como para darse cuenta de que en el escenario estaba un tenor con mayúsculas. Verdi fue como la piedra de toque del recital y Vargas, sabedor de sus tremendas facultades, no escatimó recurso ni matiz para hacer de cada canción una pequeña obra maestra. Ya en la segunda parte, con la voz en impecables condiciones de impostación y proyección, corrió con facilidad y soltura en ese hermoso Nocturno de las rosas de Ponce o en la siempre difícil pero deliciosa Estrellita que tantas veces Vargas oyó a su maestro Alfredo Kraus y que él cantó, al menos, tan bien como su mentor. Con fraseo cincelado, vocalidad a flor de labio y una gama de colores rica y sugerente, Vargas dio una auténtica lección del mejor canto con ese Monsalvatge del que no se supo qué admirar más si su capacidad de expresar sentimientos o de otorgar matices increíbles a sus canciones negras, verdaderas gemas de un canto echo para emocionar. Las dos propinas fueron sendos regalos que despertaron pasiones y fervores en los nerviosos espectadores que no esperaron a más dones y con gran falta de respeto comenzaron a abandonar la sala antes de que el tenor se retirara. Gracias maestro por su comprensión y por su arte.

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