Diario de León

| El Quijote por entregas | Capítulo / Semana XXI | EXTRACTO

La palangana y la ópera El yelmo de Mambrino

En que don Quijote se cobra el yelmo de Mambrino, que Sancho llama de Martino, y se lo pone en la cabeza para asistir con asombro a una ópera de Mozart

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Eduardo Riestra
León

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Salen don Quijote y Sancho del capítulo anterior un poco avergonzados de haber temido durante toda la noche por un ruido que no era más que el golpear de las aspas de unos batanes, que son una especie de molinos de agua que no muelen sino que baten, y se adentran en este capítulo de hoy lenta y amigablemente. Pero de inmediato ven acercarse un caballero montando un brioso corcel con refulgente yelmo de oro y a un barbero en un asno con una palangana en la cabeza. Bueno, realmente se trataba del mismo hombre, aunque lo que contemplan los ojos de don Quijote y los de Sancho son cosas absolutamente diferentes -como Rajoy y Zapatero, por poner un ejemplo-, y decide el caballero que aquel yelmo no es otro que el de Mambrino, y que ha de ser arrebatado en justa lid. Pero ni lid, ni nada; el barbero ve venir al furibundo agresor y sale por pies, dejando el cachivache por tierra y al asno a su suerte. Don Quijote se cobra lo primero, y Sancho, que está siempre dispuesto a tomar su parte en los repartos de riqueza, pretende el burro abandonado, pero el caballero, aplicando el código civil de la caballería andante, autoriza sólo que sean cobrados los aparejos del animal. Tan contentos se quedan ambos de la hazaña que desayunan alegremente, y dejan volar la imaginación de lo que el destino les depara, y no es otra cosa que un castillo con señor que tenga guerras pendientes e hija casadera, cosas a las cuales don Quijote pondría remedio rápidamente y Sancho, a remolque de su amo, también, que buscaría un ama de la doncella con la que casar y un ducado del reino que disfrutar, si bien, es aconsejable que el futuro duque contrate para sí un barbero que le afeite la barba cada dos o tres días, que la tiene muy cerrada y tanta pelambrera no es cosa de duques. Y acordado esto prosiguen los amigos saliendo del capítulo para adentrarse en el de la semana que viene, donde han de encontrarse con la cadena de galeotes. Y aún tuvo don Quijote esta semana tiempo para asistir a la ópera, que presenció el don Giovanni de Mozart, músico que todavía está por nacer, pero cuyas obras son de gran mérito y consideración. Y viendo el caballero como los cantantes que tomaban parte en la obra vestían ropas propias de malandrines y andaban tan altas damas y tan valerosos caballeros arrastrando sus cuerpos por el suelo del escenario que tal parecían escobas que barriesen el mucho polvo de las maderas, dio por entender que no se trataba de otra cosa que de un encantamiento, y que la tal Ruiz de la Prada no era otra que la maga Felicia y el italiano de Mónaco no parecía diferente del mismísimo gigante Morgante, malvados encantadores de mucha necedad. Así decidió el caballero aguardar pacientemente el nacimiento de Mozart y volvióse a su capítulo para vivir lo que aquí ya se ha narrado. 1397124194 «Al poco tiempo, descubrió don Quijote a un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo: -Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice: «Donde una puerta se cierra, otra se abre». Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor y más cierta aventura, que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de batanes, ni a la oscuridad de la noche. Digo esto, porque, si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre el que yo hice el juramento que saes. -Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace -dijo Sancho-; que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear el sentido. -¡Válate el diablo por hombre! -replicó don Quijote-. ¿Qué va de yelmo a batanes? -No sé nada -respondió Sancho-; mas, a fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones, que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice. -¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? -dijo don Quijote-. Díme, ¿no ves a aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? -Lo que yo veo y columbro -respondió Sancho- no es sino un hombre sobre un asno pardo...».

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