¡Salvad el Auditorio!
El montaje de la compañía Operastudio del pasado martes batió todos los records de cómo no hay que programar
Creo sinceramente que si alguien con poder de verdad, que le interese la cultura con mayúsculas y piense que aún es tiempo de salvar un centro de prestigio como el Auditorio no toma de inmediato medidas contundentes para evitar su hundimiento en aras de la mediocridad y la prepotencia, entonces mejor es que lo cierren o lo empleen en lo que les dé la real gana, pero, por favor, no lo llamen jamás con ese nombre. Porque lo que el pasado martes ocurrió allí debe de ser no sólo una poderosa llamada de atención, sino un ejemplo de que si se continúa por ese camino seremos el modelo nacional de cómo convertir lo bueno en basura de la forma más rápida e irreversible. En primer lugar, se programó una obra por la que -dejando a parte sus bondades, que debían ser muchas si hubiera estado bien interpretada-, no se puede cobrar 24 y 30 euros por ver a unos cantantes de segunda fila hacer sus pinitos canoros como si se tratara de Les Arts Florisants. En segundo lugar, y esto sí que clama al cielo, ¡los jefecillos no deben regalar entradas a quienes les dé la gana y luego cobrar 30 euros a los abonados y a todos los que se acercaron a sacar su entrada! Esta dadivosidad no es la primera vez que ocurre, y mientras hay aficionados de verdad que intentan adquirir sus localidades como Dios manda tienen, sin embargo, que quedarse fuera porque «ya no quedan». Y no quedan porque los que toman decisiones geniales han tenido la feliz idea de regalarlas, como sucedió el martes pasado y como ocurre cientos de veces cuando ven que se corre el peligro de no llenar la sala y luego no pueden vender la imagen, en los foros que se dejan engañar, de lo bien que funciona el centro. Algo parecido a lo que sucede durante todo el año. O se acaba con esos privilegios (los políticos ya tiene su palco, vacío, claro) o acaban con el centro todos los que lo mangonean a su antojo. Las protestas entre el público al concluir la función de Dido y Eneas iban desde «¡Que me devuelvan el dinero!», a «¡Que se vayan a reír de su padre!» o «¡A lo que está llegando este Auditorio!», porque se sentían estafados al ver que mientras ellos habían pagado por una hora escasa de música mal interpretada y con unos sobretítulos en los que no se leía ni una palabra, otros pasaban ante sus narices con la invitación que les había caído del cielo. Todo un cúmulo de despropósitos, de prepotencia y de tomarse el Auditorio como algo propio haciendo y decidiendo lo que se les pone en el moño a quienes están eventualmente ahí. Luego, a la hora de pedir responsabilidades, todos se llaman andanas. No intenten pasarse de listos porque el público, que es quien les mantiene donde están, no es tonto y ya hace mucho tiempo que se han dado cuenta de que una cosa es la calidad y otra la caridad.