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Publicado por
ENRIQUE RUEDA
León

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SI QUEREMOS ser justos con nuestros propios orígenes, debemos retrotraer el inicio de la Historia del Arte al Paleolítico superior. Las obras de arte rupestre de hace 20.000 años muestran una capacidad expresiva, una emotividad y una fuerza en los trazos de aquellos primeros artistas digna de cualquier representación contemporánea. Es cierto que aún está por determinar cuál es su significado exacto y cuál era el propósito de estas pinturas. No olvidemos que en muchas ocasiones aparecen al fondo de las cuevas, alejadas de las zonas habitadas, lo que presupone su vinculación a ritos relacionados con la caza o a unos primeros artistas buscando la máxima privacidad para el desarrollo de sus obras. Lo que queda fuera de toda discusión para el observador de estas imágenes, es que ya estamos ante ejercicios desarrollados por una mente simbólica y que sus capacidades habrían de ser parecidas a las nuestras. Hace unos días saltó la noticia de que un lote de cuadros pintado por un chimpancé habían sido adquiridos por 21.100 euros, muy por encima de su precio de salida. No es el primer ejemplo de esta naturaleza, teniendo en cuenta que estas «obras» son realizadas, según parece, bajo la tutela de un adiestrador. No es el momento de levantar el debate sobre si estos u otros animales están dotados de capacidades expresivas o si tienen la posibilidad de sentir emociones. No tengo ninguna duda al respecto. Me remito a mi propia experiencia de haber cruzado alguna mirada con ellos tras las rejas que los aíslan en los zoos. Quizás la más profunda expresión de la tristeza. Lo que resulta curioso es que se pretenda destacar que estos cuadros cotizan casi tanto como los de Warhol. Ese afán de banalizar lo artístico, de desmitificarlo, debería ser canalizado por otras vías. Cualquier animal puede moverse o someter un lienzo a sus gestos, pero nada de esto tiene que ver con la exteriorización de las pulsiones internas de los artistas informalistas, por poner un ejemplo. Sorprende, da que pensar, imaginar a un hombre con su linterna de tuétano entrando al fondo de una cueva para expresar su fascinación por el mundo que le rodea y que, después de sustratos de evolución sobre nuestras conciencias, se produzca en algunos esa extraña admiración por lo que, bien adiestrados y simplemente jugando, pueden realizar nuestros aún más alejados parientes. ¿Una evolución al revés?.

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