Diario de León
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León

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«-¿Ay Dios! ¡Si será posible que he ya hallado el lugar que pueda servir de escondida sepultura a la carga pesada de este cuerpo, que tan conta mi voluntad sostengo! Sí será, si la soledad que prometen estas sierras no me miente. ¡Ay, desdichada, y cuán más agradable compañía harán estos riscos y malezas a mi intención, pues me darán lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la compañía de ningún hombre humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males! Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban, y por parecerles, como ello era, que allí cerca las decían, se levantaron a buscar al dueño, y no habían andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron, sentado al pie de un fresno a un mozo vestido de labrador, al cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudieron ver por entonces; y ellos llegaron con tanto silencio que por él no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño; y así, viendo que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas a los otros dos para que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí había, y así lo hicieron todos mirando con atención lo que el mozo hacía; el cual traía puesto un capotillo pardo de dos haldas, muy ceñido al cierpo con una toalla blanca. Traía, asimismo, unos calzones y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de blanco alabastro parecía».

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