Diario de León
Publicado por
ENRIQUE RUEDA
León

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PARA LOS antropólogos y los sociólogos, la cultura comienza en el momento en que el hombre es capaz de fabricar las primeras herramientas que le permiten defenderse, cazar, deshollar, resituarse, en definitiva, en su propio medio. Por tanto, cualquier intervención, por muy básica que parezca, cualquier objeto que requiera la más mínima destreza e intervención del intelecto, forma parte de la cultura. El devenir del tiempo va colocando infinidad de estratos sobre la conciencia de lo humano que hacen evolucionar las técnicas hasta los límites inimaginables en los que hoy habitamos. Es entonces cuando una nueva acepción de lo cultural se disgrega de su origen dando lugar a un afluente que lo restringe a una serie de saberes. La cultura queda entonces vinculada al conocimiento. Sólo lo que se realiza a través del intelecto, lo que eleva el espíritu frente a lo manufacturado, marcará el futuro de nuestra especie. Las catedrales, el Quijote o Kant quedan para el disfrute de los cultos. Son algunos de los cientos de hitos que conforman la cultura universal y que no son más que el extremo último. Los pocos lectores y la escasa atención que merece el cuidado de muchos monumentos, demuestran que la cultura ha sido arrinconada. Pero, curiosamente , esto no lo ha producido ninguna involución, ninguna despistada mirada a los orígenes (¡ojalá hubiera sido así!). No ha sido la lucha entre la fuerza bruta, entre los arcos superciliares extremadamente marcados frente al prêt-à-porter y la cirugía estética. ¡Que no!. El problema está en la infraestructura del camino del medio. La economía circunscribe, acota y hace perdurar todo lo que revierte en sí misma. Y todo lo que en el origen fue la cultura que nos ha permitido ser como somos, ha quedado definitivamente en la periferia. Con lo que valen las piernas de Raúl se podría subvencionar la reparación de techumbres y demás deterioros de edificios. No necesitamos más ejemplos. Y lo peor es que no conozco a nadie a quien no se la haya escapado, en alguna ocasión, una mirada cómplice a las vidrieras o el retablo de la catedral de su ciudad. Y es que es ésta la paradoja imposible: con una mano nos emocionamos y con la otra la enterramos.

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