| Crítica | Música |
Exquisita y conmovedora
Espléndido recital de la soprano norteamericana Bárbara Bonney que tuvo entre el público a un fan de lujo en el actor Viggo Mortensen
«Es magnífica. Tiene una voz muy hermosa que emociona», nos comentaba anoche en el auditorio Viggo Mortensen en un receso del concierto. Y en efecto así fue. Bárbara Bonney es hoy día una de esas sopranos que sin poseer una voz excesivamente hermosa sin embargo cautiva por su poder de seducción, de acercamiento a los públicos más diversos y en especial por ese saber estar y moverse en escena que la hace única. No es fácil encontrar hoy día entre las sopranos de cartel que hayan sobrepasado los cincuenta años una voz lírica tan personal, de acentos tan marcados y color tan homogéneo, en el campo del lied, como la de Barbara Bonney. Su canto, es el de una soprano lírica piena, es decir, completa, cuya tesitura alcanza dos octavas y media, pudiendo emitir notas en condiciones naturales con perfecta resonancia desde el La natural hasta el Mi bemol, siendo capaz de cantar simultáneamente con estilo florido o con dramáticos acentos, proporcionando con ello una emocionante calidad tonal. Sin poseer un timbre aterciopelado, ni etéreo, Bonney atesora sin embargo una línea vocal translúcida, equilibrada, plagada de matices que alcanzan su más amplia respuesta en las canciones alemanas donde su emisión a flor de labio unida a un amplio juego de reguladores, de matices, donde la messa di voce, el sfumato, el diminuendo, por mencionar tan sólo algunos de sus abundantes crecursos, ocupan una parte primordial en las exposiciones de sus programas. Tras un Mozart sutil y liviano, llegaron las heroínas de Goethe, cantadas en el méjor estilo liederista de los cincuenta, con una afinación perfecta, agudo fácil, centro cálido y pastoso y una técnica consumada dentro de una cuidada línea de canto, efusiva y comunicativa. Mientras con Verdi presentó problemas de pronunciación, con Beethoven, Mendelssohn, Schubert, Schuman, Listz y menos en Tchaikowsky, Bárbara fue construyendo cada momento dramático sin aspavientos ni concesiones, contenida, directa y segura. Destacando el instante más punzante del mensaje sin precipitaciones, con ese innato sentido del equilibrio que la permite salir indemne y no despeñarse en los abismos de la floritura inútil. Britten lo deshojó con la maestría que le otorga el conocer a la perfección sus juegos tímbricos ya que es uno de sus autores más dilectos. El final, con la opereta como colofón fue lo mejor de la noche, destacando la preciosa propina de La viuda Alegre, en la que la soprano se trasformó por uno momentos en la pizpireta Valencienne para regalarnos una de sus más acabadas interpretaciones. Un recital para los anales.