Diario de León

«¡Libradme de mí mismo!»

Gracias, muchas gracias por vuestra asistencia.

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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Y también gracias por las ausencias que pudieran haberse producido. Como decía aquel escritor de urgencias, Camilo José Cela, la nacional desatención típica nos suele imponer la repetición de aquello que dimos en ocasiones como testimonio de nuestro discurso general, y fiel a este principio, me permito repetir las palabras, pensamientos y sentimientos que forman parte del texto principal de un discurso que, en principio, retiraba de la circulación, pero que yo hoy rescato. Decía: ¡Gracias, pero no! En alguno de los medios de información que enriquecen nuestra formación regional, se dice que el excelentísimo Ayuntamiento de la capital, juntamente con algún organismo y centros atentos a los datos de la cultura local, pretende concederme el honor de un homenaje, para el cual se han requerido colaboraciones muy valiosas y, sobre todo, generosas. Porque, dígase lo que se quiera, no es León precisamente pueblo tan contradictorio y confundidor que haga sus hombres y les abandone, absolutamente olvidados. Y la noticia me ha sobresaltado, porque, a mis alturas cronológicas ya no estoy para festejos de tanta resonancia y porque, sinceramente, creo que no debo aceptarlo, porque estoy convencido de que León, afortunadamente puede y hasta debe contar con muchos personajes bien dotados y con merecimientos suficientes como para convertir en indispensable un reconocimiento, como el que al parecer se pretende montar en homenaje de un vecino humilde, o no tan humilde, y errante, como el que suscribe, cuyo único mérito, si a esto se le puede atribuir la calificación, es el de hacer versos de vez en cuando, sobre todo cuando se me altera la sangre y me remuerde la conciencia. Estoy a punto de inscribir el número cien entre los años que sirven para contabilizar mi biografía, y a esta edad, salvo excepciones que confirman la regla, el ser humano no está ya para saraos ni festivales, sino para reposar y acogerse a la defensa que los buenos recuerdos le proporcionen, lamentando, con lágrimas de sangre, aquellos trances de los cuales haya sido más o menos víctima propiciatoria. A estos niveles de la vida que me ha sido concedida doy gracias, a quien corresponda, porque con sus ayudas y generosidades haya podido culminar mi discutible tarea literaria y me pueda retirar, desnudo, como los hijos de la mar, sin que nada, absolutamente nada, me obligue al arrepentimiento. «No me arrepiento» No tengo nada de qué arrepentirme ni debo nada a nadie. Como diría Machado, me gano lo que me alimenta y me gano a pulso y con sudor del alma lo que al final de la carrera conservo. Y es ahora, precisamente, cuando me faltan aquellos ímpetus y golpes de sangre que hicieron de mí un trabajador incansable; es ahora precisamente cuando necesitaría disponer de mayores caudales de ilusión y de coraje para poder seguir la ruta hasta el final que me sea destinado y para el cual me encuentro preparado. ¡Permitídme, por todo ello y por lo que me reservo, que me encierre en mis recuerdos y esquive cualquier forma de sacarme de la costumbre! Pero no cumpliría con mi obligación de bien nacido si no dejara constancia de mi gratitud a todos cuantos habéis pensado establecerme entre vuestros amigos más entrañables. Gracias por vuestra atención y por vuestra generosidad, pero no, por favor, ¡libradme de mí mismo! Soy solamente aquel que dijera Gerardo Diego: «Guarecido en Puertamoneda/ o liberto al sol de la plaza/ forja, esculpe, talabartea,/ batihoja, repuja, trabaja...». Cuando, siendo un día 18 de diciembre de un año muy similar, el 1906, en el cual Juan Ramón Jiménez publicaba Elegías puras, mis padres, humildes y enamorados, decidieron poner en circulación al quinto de sus hijos, ni remotamente podían pensar, ni ellos ni yo, en alcanzar estos años convulsivos ni este glorioso acontecimiento del que sois responsables; yo, que iba para misionero de infieles... Pero así es la vida (Federico) y aquí estoy, aquí me tienen ustedes rubricando humildemente la culminación de vuestra generosidad. Pienso que es la hora de rubricar la fe de vida que proyecta este acto y dedicar mis ya escasas fuerzas a gozar de la luz de cada día, sin más, del mundo de los pájaros, y del comercio cordial con los demás seres de mi propia especie. Porque me digo, para afirmarme en la decisión de poner fin a tanto ajetreo: si lo que en un tiempo tan prolongado y de una obra, tan copiosa y distinta, no he dicho y escrito todo aquello que necesitaba expresar y dejar escrito, no es de esperar que en el resto de la vida que me quede me sea dado mejorar. He dicho y escrito todo aquello que me pareció obligado en conciencia publicar y explicar a viva voz, con censura y sin censura, con sistemas políticos de un color y de otro. Es el momento de dejarlo. Gracias por tantas ilusiones compartidas, por la curiosidad positiva que pude haber concitado y por vuestro estímulo. A las alturas de esta biografía que hoy cerramos en su capítulo más propicio, quiero decir: Juro ante el árbol del pan que, ya cercano el año cien de mi nacimiento, ni odio a nadie ni ambiciono nada. Me basta con lo que tengo y no espero ser más de lo que soy. Agradezco saberme vivo, aunque no tengo que agradecer a nadie el milagro de no haber muerto, después de tantas miserias sufridas y de haber sido víctima de todas las degradaciones que el hombre inventa para acabar con los demás hombres. Y abato mis banderas porque... Algo se ha roto en las solemnes estancias de la memoria. Me duele/ aquel que fui algún día./ Registro los oscuros manantiales donde nace/ la música del agua./ Un frío de cuchillo y nieve recorta el aire./ ¿Qué fue de aquel que inventó poner banderas al viento? Cien años Así que pasen cien años/ comenzaré a morir lentamente/ como muere la luz de cada día,/ sin volver la vista atrás/ ni revolver los archivos:/ (Cada vez que se me ocurre/ retroceder en el tiempo/ y fijar la película, me asaltan/ figuras extrañas, garabatos/ de doloroso patetismo)./ Es algo que les ocurre a todos,/ sean blancos o negros, legos/ o doctorados. Se muere solamente/ de una vez y para siempre,/ abanderando/ cuando tenemos conquistado/ a corazón partido: esposa,/ hijos, bienes y papeles/ con nuestro nombre y número/ de salida./ Depositamos/ los viejos vestidos a la entrada/ del último túnel y desnudos/ acudimos a la cita./ Preguntarán/ los memorialistas del aire:/ «¿Qué fue de aquel que intentara/ cambiar el mundo, verso a verso?/ Cesó un día cualquiera, de un mes,/ arrastrado por caballos de plomo/ y fue olvidado;/ como manda la Santa Madre Iglesia/ y decretan los tiernos alacranes./ ¡Y ustedes perdonen si me muero sin avisar!

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