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Pogorelich: entre la agonía y el éxtasis
El temperamental pianista tocó con desgana y convirtió el concierto en un infumable «porro» de sonidos elongados
Aunque en su currículo figure que sus actuaciones presentan llenos absolutos allá donde toque, y me consta que así es, sin embargo León, primera de las tres ciudades donde actuó (las otras son Zaragoza y Madrid), ha entrado en el Guinness, una vez más, debido a que ni regalando invitaciones se consiguió llenar más de las tres cuartas partes del aforo del Auditorio, algo insólito e inaudito teniendo en cuenta que vino un importante número de aficionados de otras comunidades para aplaudir, admirar y escuchar al «pedazo» de artista que nos habían traído. Pero Pogorelich, fiel a su estilo de enfant terrible y a su desgana para enfrentarse a programas que cada vez con mayor frecuencia no le motivan lo más mínimo, se presentó en el escenario leonés con una suerte de fotocopias de las partituras bajo el brazo -aunque no sé para qué, ya que ni las miró- y tras sentarse hierático y echar una gélida mirada de soslayo a la gentil y sufrida profesora de piano del Conservatorio para ver si estaba ya preparada para seguirle por esos «caminos de perdición», comenzó a desgranar con morbidez el Capricho en Fa sostenido menor de Brahms, para consuelo de unos cuantos que después de cuatro años sin pisar un escenario español veían al fin a su ídolo encaramado sobre un teclado al que, todo hay que decirlo, sonó como pocas veces, pese a las tremendas deficiencias que posee, y para desesperación de los puristas que comenzaron a bostezar ante la enorme cantidad de tiempo que trascurría entre «dar la nota» y esperar a la siguiente. El intermezzo del autor de la Sinfonía doméstica fue un alarde de hallazgos creativos, con una rica gama de colores y timbres a los que Pogorelich otorgó ese don consustancial a él que es el de la intuición. No convenció en su exposición, por lo dicho arriba de elongar las frases, y sirvió un Brahms tan personal que a poco se hizo irreconocible. Con Chopin, Pogorelich no logra identificarse en plenitud pese a que en sus grabaciones alcanza cimas impensables, pero en el directo no siempre convence por las múltiples libertades y modificaciones que imprime, la mayoría de las veces reñidas con el temperamento y el espíritu del polaco. Mientras para Beethoven o Brahms scherzo es, como indica la palabra, broma, diversión, para Chopin scherzo es lirismo, rebelión y desgarramiento, y Pogorelich se enfrenta a él distorsionando el tempo y la gradación dinámica según el estado anímico en que se encuentre. Su poderosa mano la controla a placer y los sonidos que brotan de ella están producidos, no por la prolongación de la masa corporal impelida desde la espalda, sino por el poderoso control de esa fuerza llevada a su máxima expresión hasta la punta de sus dedos. La celebérrima Marcha fúnebre fue un hallazgo por su hipnótico recorrido, el desgarro contenido, la profundidad expresiva y el prolongando elongamiento de las notas, hasta concluir en un rotundo silencio, de esos casi místicos, que dejan al oyente al borde de la nada. Los Momentos musicales de Rachmaninov con los que concluyó fueron otra suerte de dispendio de tiempo. Con tonalidades y tempos diferentes, Pogorelich los identificó pero los «durmió», los expuso pero los dejó demasiado huecos. La propina, sin pedirla el público, fue un Nocturno que no añadió nada a lo que ya habíamos escuchado. Decepcionante.