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León

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EL DÍA previo a la inauguración de las exposiciones es una exposición en sí misma y, además, una de las mejores maneras de visitar los nuevos espacios creados por la obra de los artistas en el escenario del Musac. A pesar de las carreras, de las prisas, del estrés normal por finalizar los montajes, todo parece paradójicamente silencioso, y las obras quieren perder un poco la introspección que muestran tras la apertura al público, cuando parecen algo más herméticas, como tratando de protegerse ante la curiosidad de quienes les desnudan sin pudor. Es en ese momento cuando se desprenden de la correa de sus dueños y, por unas horas, se vuelven autónomas. Existen sin más, sin nadie cuyo juicio o impresión las disvirtúe. Ese es su tiempo eterno. Después de ese momento sólo vivirán para satisfacer las demandas éticas, estéticas o metafísicas de quien las observa. Ayer volví a colarme y, como de costumbre, una vez más me quedé fascinada. No sólo por las exposiciones (faltaba la de Pierre Huygue) sino por la capacidad del edificio para travestirse de manera caótica, casi humana, descubriendo con cada ocasión nuevas potencialidades, retorciéndose, encogiéndose, hurtándonos espacios que antes creíamos haber visto y regalándonos lugares que pensamos perdidos. Hagan la prueba. Habrá tiempo para hablar de cada una de las exposiciones, pero la muestra de Ángel Marcos es un hallazgo inesperado. Te genera un sentimiento difícil de describir en español. Un francés diría bouleverser , y sí, sus imágenes te conmocionan, te golpean con distintas sensaciones, tan rápidas que resultan difíciles de digerir. Gracias a él podemos mirar sin sentirnos invasores, sabiendo que nuestra presencia no enturbiará a los protagonistas que se intuyen tras la objetivo. No hay grandes presencias humanas pero incluso las cosas más futiles parecen tener vida. Todo está parado pero todo cobra vida. Realmente conseguimos introducirnos en la China de la uniformidad, la de la belleza de siglos de tradiciones y la vulgaridad provocada por las ansias de una modernidad pueril. Decía Henry Cartier-Bresson que una fotografía es una interrogación perpetua, un goce del ojo, una exaltación maravillosa. Lo es en este caso y, de verdad, no se la pueden perder.