Diario de León
Publicado por
LUIS GRAU
León

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EL DOMINGO clausuramos en el Museo de León la exposición Las misiones pedagógicas, 1931-1936 . Ha sido una oportunidad única y lo es aún durante unos días, por lo que sirvan estas líneas para avisar del inminente cierre de una de las iniciativas culturales más señaladas que ha tenido lugar en el otoño leonés. Durante este mes largo hemos visto desfilar por el museo a numerosos grupos de estudiantes y personas venidas de rincones de la provincia a cuyos recónditos valles hace tres cuartos de siglo llegaron esas misiones: de Fornela, de Valdeón, de La Cabrera... También se han acercado, esta vez de manera individual, muchos ciudadanos anónimos que vivieron, directa o indirectamente, aquella actividad y atesoran recuerdos, de una infancia remota o producto de una evocación familiar, que se han avivado estos días ante las asombrosas y vívidas imágenes que aquí se pueden ver. Un libro de visitas, en el que poder expresar impresiones a la salida de la muestra, recoge testimonios conmovedores, como el redactado por el tembloroso pulso de un hombre de 95 años que llena una página entera con sus apenas legibles pero voluntariosos trazos. O el de algunos extranjeros que se asombran ante una España alejada del tópico, el de profesores que anhelan el entusiasmo de antaño, el de alumnos que admiran el vigor de aquellos medios, el de ciudadanos que lamentan oportunidades perdidas, otro país, otra historia... Pero sin duda la mejor pieza de la exposición son las miradas captadas por las cámaras fotográficas de los misioneros. El asombro infinito y feliz de los niños y el pasmo radiante y antiguo de los mayores que, rescatados por unas horas de su vida monocorde y abrupta, descubren las maravillas del cinematógrafo con películas de Chaplin, la pintura gracias a Velázquez o Ribera, copiados con fidelidad por Ramón Gaya o Juan Bonafé; la música en discos de una pizarra que acaso recubría los montes cercanos, el teatro, la literatura, los títeres... La mirada limpia de corazones intactos recompensaba con creces el ilustre empeño de los misioneros, esos «marineros del entusiasmo» que diría Juan Ramón, que tanto aprenderían a su vez, en sus propias palabras, del conocimiento de los aldeanos. Unos maestros ejemplares enrolados en un proyecto filantrópico, escarnecidos poco después por infamantes expedientes de «depuración». Eran aquellos ojos la impagable cosecha de un planteamiento noble, resumido en ejemplos por uno de sus inspiradores, Manuel Bartolomé Cossío: «Al niño del campo, ¿quién le dirá que ha habido un Shakespeare, un Velázquez? ¿quién le hará sentir la belleza de una melodía de Mozart o de una estrofa de Calderón?». Se formaban ciudadanos, ahora que vuelve a estar de moda el asunto, mujeres y hombres que se resistieran a la manipulación caciquil o a la inercia de la miseria, que tuvieran nuevas necesidades personales y, sobre todo, la firme voluntad de satisfacerlas. No se trataba de enseñar a leer, sino de implantar la necesidad de hacerlo, como se afirma en otro de sus escritos. Ha sido para nosotros, está siendo aún, un orgullo haber acogido esta extraordinaria exposición, gracias al patrocinio y mediación generosos y eficaces de la Fundación Sierra-Pambley. A ella les invitamos de nuevo ahora que, en pocos días, será un muy cálido recuerdo.

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