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Publicado por
JOSÉ JAVIER ESPARZA
León

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BUENO, oiga, esto sí que no: uno puede desplegar la mayor tolerancia del mundo con los productos televisivos, con sus servidumbres comerciales y con la producción a salto de mata, pero lo que no tiene pase es que empiecen a contarte una historia y a los tres meses sea otra historia distinta, si aún hay tal. La otra noche me dio por intentar ver Herederos y me fue prácticamente imposible enlazar ni una sola de las situaciones con las que nos presentaron en los primeros capítulos. El torero protagonista se murió. La esposa del torero, a la que se le aparecía el espectro de su padre (de la señora), resulta que tiene más secretos de alcoba que la familia real británica. La que era hermana de la viuda, ahora es su hija. El hijo de la señora ha sido sucesivamente niñato bien, torero en ciernes, homosexual apaleado por un chapero, galán de una peluquera, y todo ello sin dejar de estar prometido con una pelirroja. El negocio familiar ha desplegado un amplio abanico que va desde lo inmobiliario hasta lo agropecuario, pasando por lo pictórico, y a estas alturas ya nadie es capaz de decir de qué vive esa gente. También había unos guardeses que han atravesado por las situaciones más insospechadas, con agonía y resurrección del guardés padre frente al lobo acechante y detención policial del hijo (del guardés, que tampoco es hijo, por cierto). Para colmo, esta semana nos enteramos de que la señora (la viuda del torero) guarda un turbio secreto de adolescencia cuyo culpable, para que no falte ningún tópico, es un decrépito franquista que aún guarda su uniforme; el viejo, doblado y encogido por la edad, se coloca el uniforme en un trance de su agonía y, oh, prodigios de la sastrería elástica, ¡le queda bien! Seamos serios: los actores de Herederos trabajan con convicción y su apartado técnico está cuidado con esmero, pero todas esas virtudes no sirven de nada si el espectador pierde de vista la historia que nos quieren contar. Hay una convención del arte narrativo según la cual el que lee o escucha el relato debe ser capaz en todo momento de reconstruir los hechos que está leyendo o escuchando. Para eso, el narrador tiene que atenerse a un relato central y, a partir de ahí, desarrollar la trama según le indique su talento. Esta convención no es una manía de estetas pejigueros, sino una elemental manifestación de respeto al lector o espectador. Herederos , como muchos otros productos de los últimos años, está faltando escandalosamente a esta regla. Ha sustituido la narración por la sucesión caótica de historietas inconexas; ha sustituido el eje argumental, que es lo que da sentido a la historia, por la mera permanencia en pantalla de los personajes principales, como si eso bastara para asegurar la continuidad. El resultado es un puro artificio. De pena.

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