CRÍTICA
El paseo del diablo
EL PROTAGONISTA de No es país para viejos no es Tommy Lee Jones, Javier Bardem o Josh Brolin. El protagonista de la ganadora del Oscar es la vida, sin más y, por lo tanto, la muerte. La hazaña de los hermanos Coen ha sido levantar un escenario en el que la muerte demuestra que es la única que puede detener la monotonía de la vida; su logro ha sido demostrar que todo es tan absurdamente predecible como el asesino que encarna Javier Bardem, tan real que juega con el azar, con la suerte, tan cierto que ofrece la fraternidad del enemigo a aquellos con quienes va cruzándose en este tapiz de vidas demasiado vulgares como para no sentir piedad. «Pensé que cuando me hiciera viejo, Dios irrumpiría de algún modo en mi vida». Esperas toda una vida a encontrar respuestas hasta que te rindes y asumes que la única opción a la desolación de la nada es la muerte. «Pensé que cuando me hiciera viejo, Dios irrumpiría de algún modo en mi vida». Durante toda la película, lo que nos hostiga no es la crueldad del asesino que, al fin y al cabo, cumple su papel, sino la extraña docilidad con que el resto de personajes acepta que la batalla está perdida de antemano. Su rendición nos coloca ante la incómoda pregunta de si la existencia, esa que cada día tratamos de trascender, es gratuita y circunstancial. Y sí, la única estrella de esta película es la vida, ese país duro y árido que no está hecho para viejos y por el que «el diablo se pasea sin que nadie parezca tenerlo en cuenta». La vida, convertida en un habito, rutinaria como la cola de un supermercado, de la que sólo puede librarnos la muerte, encarnada de manera magistral en el asesino Anton Chigurh. Y al final, ese epílogo con el que Cormac McCarthy parece querer darnos algo de sosiego, con el que devuelve al espectador un poco de fe. Siempre son los demás los que nos salvan de la náusea, en este caso el padre muerto, que rescata del desengaño al personaje encarnado por Tommy Lee Jones, el más humano y desolador de la historia: «En el sueño, sabía que él iba por delante y que estaba haciendo un fuego en algún lugar ahí fuera, ahí, en medio de toda esa oscuridad, en medio del frío. Y supe que llegara cuando llegara, él estaría allí, esperándome». Así, cerramos la puerta a Sartre y los otros son los únicos que pueden iluminarnos.