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LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LEÓN(16) La leyenda del dragón despeñado MAÑANA Guerrilleros en acción: 1808-1813

Los ecos de la gran infamia perpetrada en el Corral de San Guisán perduraron durante largo tiempo, aunque la actuación de algunos paisanos de la capital comenzara a ser puesta en solfa. Félix Carrera, uno de los oficiales que capitanearon la gu

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Texto: Javier Tomé y José María Muñiz
León

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Es más; distintos jefes militares franceses confesaron a Juan Antonio Posse, cura de San Andrés, que habrían sido derrotados si los españoles no se hubiesen entregado al saqueo. Versión que parece justificar el papel hallado en uno de los tarros de la botica del hospital de San Antonio Abad, firmado por el farmacéutico afrancesado Alonso Tomé. En él se dice literalmente: El día siete de Junio de mil ochocientos diez, a la hora de las cuatro de la mañana, entraron las tropas españolas por la puerta que está frente del Malvar, pudieron sorprender a los franceses: no lo hicieron por su mal gobierno. Con todo, el mucho valor de las guerrillas que avanzaron en corto número por toda la ciudad los pasmó. Murieron unos sesenta españoles con veinticuatro franceses, entre ellos un capitán suizo hermano del comandante llamado Labordier. Las tropas españolas fueron un regimiento nuevo llamado de Castilla; otro de Monte-Rey, excelentes tropas, dignas de todo honor: sus comandantes muy poco juicio, por cuyo motivo no pongo sus nombres. Las puertas de esta botica demuestran bien por los balazos que tienen qué día sería para los vecinos de esta ciudad. Entre los botes que se quebraron por las balas que entraron quedó éste donde está este papel. Duró el fuego hasta las diez. Sea como fuere, la acción finalizada trágicamente en el Corral de San Guisan está incluida, con todo merecimiento, en el mejor registro sentimental de la ciudad. Al cumplirse el centenario del suceso, en 1910, se programaron distintos eventos para su conmemoración. El día 7, a las cinco de la tarde, salió desde el Ayuntamiento una procesión cívica en la que figuraban el gobernador civil, delegación del obispo, delegado de Hacienda, el alcalde y el juez de primera instancia, además del numeroso público presente a lo largo del recorrido. Precedidos por la banda de Hospicio se dirigieron a la Catedral, donde se cantó un responso en sufragio de las víctimas. Desde allí se dirigió la comitiva al Corral de San Guisán, para que el alcalde descubriera una lápida alusiva, colocada en el exterior de la casa número 4, en la que figuraba la siguiente inscripción: A los héroes de la Guerra de la Independencia en la gloriosa jornada del 7 de junio de 1810 . El combate de las ideas El miedo era el mensaje que pretendía infundir la guerrilla con su sorprendente incursión, objetivo sobradamente cumplido pues a primeras horas de la madrugada del día 9 de junio salieron todos los militares franceses de León, dejando acogidos en el hospital a cuatrocientos enfermos. La ausencia fue corta, pero de vuelta a la capital dictaron una serie de medidas encaminadas a reforzar la seguridad de la plaza: se hicieron fortificaciones y fosos, además de abastecerse de víveres y derribar las casas próximas a la muralla. Los munícipes emitieron un bando complementario exigiendo que cada leonés siguiera con sus tareas habituales, pues todos los que se vieran parados en las calles serían sancionados con una multa. Y en cuanto a los alcaldes de barrio, debían pasar dos partes diarios informando de la situación en su parroquia o distrito. El combate de las ideas entre patriotas y afrancesados se avivó por entonces gracias a una forma incipiente de propaganda interesada. En un intento de socavar la moral pública, diversos bandos informaban al vecindario sobre las victorias del ejército imperial en Lérida o Puebla de Sanabria. Incluso se celebró un Te-Deum con repique de campanas para festejar la rendición de Ciudad Rodrigo a las tropas galas. Los nuestros no se arredraron, y en la mañana del 3 de octubre apareció fijado en una esquina del corral del marqués de Villadangos, sito en los Cuatro Cantones, un pasquín que injuriaba en gruesos términos a José Bonaparte. Muchos leoneses lo leyeron entre risas y comentarios maliciosos, hasta que un oficial francés se acercó al lugar y rasgó el folleto con su sable. A modo de castigo, el gobernador Lauburdiel impuso a la parroquia una contundente multa de 12.000 reales. Las cortes de Cádiz Antes de que finalizara el problemático año de 1810, tuvo lugar muy lejos de León un hecho decisivo dentro del flujo histórico que estaba transformando la identidad secular de España. A finales del mes de septiembre y en la blanca y luminosa capital andaluza, se abrieron las sesiones de las Cortes de Cádiz. Un esfuerzo de tintes prematuramente democráticos encaminado a reconducir los destinos del país, si bien condicionado por la política de elites que trataban de imponer los representantes del Antiguo Régimen, presentes en el Consejo de la Regencia. Pese a que la capital estaba ocupada por las huestes francesas, León eligió sus representantes en base a unos requisitos que exigían ser hombre con más de 25 años y casa abierta. Las elecciones se iniciaron en las parroquias, luego siguieron en las cabezas de partido -Villafranca, Ponferrada, Bembibre, Babia y Valdeburón-, concluyendo el proceso en el monasterio de Carracedo. La votación definitiva, celebrada el 29 de agosto de 1810, arrojó los tres nombres que viajaron a Cádiz en representación de la provincia: Antonio Valcarce, abogado de Ponferrada; Luis González Colombres, canónigo de Astorga; y Joaquín Díaz Caneja, el celebre letrado natural de Sajambre. Dentro de aquel mundo atascado por grandes sucesos, una tensa monotonía imperaba en nuestra ocupada capital, cuyo discurrir cotidiano seguía al pie de la letra las directrices de las autoridades impuestas por los franceses. Las leyendas son, al fin y al cabo, una forma de defenderse del olvido, así que los recientes sucesos del Corral de San Guisán se adornaron con relatos como el del dragón que, borracho y enloquecido, se precipitó por la escalerilla de la Plaza Mayor en la aciaga jornada del 7 de junio. Otra hebra en el tejido bordado por las tradiciones que sería incorporada para siempre al acervo colectivo leonés. De esta forma se despidió el año, a los sones de unos villancicos empapados de rabia cívica: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz al hombre, y para estar más en paz: mueran los Napoleones. Reconquista de Astorga A comienzos de 1811, el organigrama militar galo encumbraba al general Bessières como jefe de la zona norte, que comprendía las provincias Vascongadas y gran parte del Reino de León. En el bando contrario, los españoles seguían al mando del general Mahy, mientras permanecían asentados en El Bierzo y otras tierras provinciales. Mahy fue sustituido por un viejo conocido, José María de Santocildes, imbuido de un extraordinario prestigio tras su gloriosa defensa de Astorga. Se había fugado de Francia, donde permanecía prisionero, y una vez reintegrado en la milicia era nombrado por la Regencia, el día 11 de marzo, comandante interino del sexto cuerpo del ejército. Después de disciplinar y organizar a sus hombres, cayó repentinamente sobre la casi desguarnecida Astorga, dispuesto a vengar la derrota anterior. Y lo logró el día 22 de junio, entre delirantes aclamaciones de un pueblo que volvía a reencontrarse con el héroe de los sitios. Poco duró su estancia en la ciudad, pues a finales del agosto el general Dorsenne tomaba nueva posesión de la martirizada capital maragata, harta de pasar de mano en mano. Las huestes francesas llegaron hasta El Bierzo, aunque no pasaron de Villafranca a causa de la tenaz resistencia planteada en toda la provincia por patriotas como el leonés Federico Castañón. El ejército invasor se contentó con saquear a conciencia los pueblos ocupados, llevándose como rehenes a personas principales de cada lugar como prenda de pago para las exageradas contribuciones de guerra que se impusieron a los vencidos. No obstante, a pesar de que la fabulosa máquina militar de Napoleón Bonaparte parecía haber logrado muchos de sus objetivos, lo cierto es que la guerra ardía por todo el territorio y el ejército aliado de Wellington comenzaba a obtener triunfos tan resonantes como el logrado en La Albuela, Badajoz, el 16 de mayo de 1811. Nada estaba escrito aún, tal como prueba la amenaza de abdicación planteada por José I, un hombre con excelentes prendas personales a decir de todos sus biógrafos. El rey intruso mantenía una dura dialéctica con su ilustre hermano, a causa de sus continuas interferencias en el gobierno y los asuntos de España. Napoleón le respondió con un explícito despacho en el que confesaba estar harto de una guerra infructuosa, en la que decía haber invertido 400.000 hombres y 800 millones. Para empeorar las cosas, el tribunal criminal de Valladolid juró por su cuenta fidelidad a Napoleón Bonaparte, obviando al afligido José. Un monarca puesto en absoluto entredicho, tanto por sus aliados como por sus enemigos: Pepe Botella se puso la corona real de España. La cabeza le dolió y ha tenido que dejarla.