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Publicado por
JOSÉ JAVIER ESPARZA
León

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NO, NO: Fernando Tejero. El mismo que tocó la gloria con Aquí no hay quien viva; el mismo que llegó a El síndrome de Ulises para fortalecer el producto y, lejos de eso, está viendo cómo su aportación no sólo no mejora las cifras de la serie de Antena 3, sino que las empeora. Me falta contacto con el mundo del cine español para conocer cuál es la cotización actual de Tejero en la pantalla grande, pero es una evidencia que su cotización en la pantalla chica disminuye a toda velocidad. Esto es algo que en la tele pasa mucho: hoy eres César y mañana te comen los leones. Lo más tremendo para el actor es que tales vaivenes no suelen depender de uno, sino del papel que te dan. Tejero fue César cuando hacía de portero en Aquí no hay quien viva ; empezó el descenso con su papel en la funesta Gominolas (en Cuatro, ¿recuerdan?) y está tocando fondo bajo el peso de El síndrome de Ulises . Realmente, no hay razones para pensar que el trabajo de este señor sea sustancialmente peor en estas dos últimas series que en la primera. Y sin embargo, así es este negocio: un día haces una cosa que engancha al público y tocas cumbre, al día siguiente haces otra cosa distinta, con el mismo empeño y la misma aplicación, y ves que la gente te tira tomates. A los actores les horroriza eso que se llama el «encasillamiento»: interpretar siempre el mismo papel. Tienen razón, porque el oficio de actor, por definición, consiste en meterse en la piel de personalidades distintas, y limitar el abanico de personajes es como mutilar la creatividad. Pero el negocio es el negocio, y si un día te sale muy bien un papel, hay grandes posibilidades de que ya sólo te llamen para hacer siempre de lo mismo. Brillantes carreras escénicas se han construido sobre la explotación consciente del encasillamiento: Arturo Fernández o José Luis López-Vázquez, por ejemplo, son dos buenos actores que han demostrado varias veces (sobre todo el segundo) su variedad de registros, pero sus mayores éxitos de público han venido siempre de interpretar a un único personaje que, además, al final ha terminado identificándose con la propia persona del actor, hasta el extremo de que dan la impresión de interpretarse a sí mismos. Esa situación, en la tele, se lleva hasta el extremo: Emilio Aragón nunca pudo dejar de ser el médico de familia; Tito Valverde, que es veterano y sabe de qué va el cuento, no ha hecho grandes esfuerzos por dejar de ser el comisario. Saltar de un personaje a otro, cuando haces televisión, es un ejercicio semejante a un salto mortal sin red, y las probabilidades de que en el trance te rompas la crisma son mayores cuanto mayor haya sido el éxito anterior. Véase el inquietante caso de Fernando Tejero en El síndrome de Ulises .

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