EL INVENTO DEL MALIGNO
Telma
LA VERDAD es que el asunto no ofrecía demasiadas dudas. Telma Ortiz es hermana de la princesa de Asturias. Quiera o no, todos sus movimientos «públicos» van a ser objeto de la atención «pública». Si no le gusta, puede hacer dos cosas: o limitar al máximo sus movimientos «públicos», o dirigir las reclamaciones al maestro armero, o sea, a su hermana. Pero que pretenda limitar la actividad de los reporteros con el argumento de que no le gusta que le hagan fotos -que ya sé que la cosa es más complicada, pero eso es lo que ha trascendido a la opinión pública- resulta sencillamente incompatible con el mundo en que vivimos. Ahora bien, si la reclamación de Telma Ortiz estaba condenada a no llegar a ninguna parte, no ocurría lo mismo con el asunto general que planteaba, a saber, la voracidad iconográfica de los medios de comunicación. Sobre este último punto era conveniente dejar pasar unos días para analizar fríamente el caso porque, por lo general, cuando se plantean cuestiones de este tipo siempre es fácil que te arrastre la marejada. Primero hay una ola de indignación corporativa -«viva la libertad de prensa»- que se proyecta sobre el osado denunciante; después hay una pleamar de canguelo mal disimulado que suele sustanciarse en el tópico «decidirán los tribunales»; por último viene una ola definitiva que suele sepultar a los que se levantaron contra la «libertad de expresión». Sólo más tarde, cuando ya las aguas se retiran definitivamente, es posible hurgar en el lecho de arena y rebuscar algunos objetos de valor. Entre ellos, un argumento que exponía Cuca García Vinuesa la otra noche en Yo estuve allí: « Habría que pedir algún criterio moral a las empresas». Pues claro. Y no sólo moral. Veamos: ¿qué interés objetivo puede tener para la vida pública una estampa perfectamente banal de una determinada señora que sale de su casa para ir a cualquier otro lugar? Ninguno. Pero esa estampa, captada por un reportero tras largas horas de espera, como el cazador que acecha a la pieza, circula después por programas de la telerrosa, revistas del corazón y webs asimiladas. La estampa sigue siendo del todo insignificante, pero ya se encargarán de ponerle significado (artificial) los «tertulianos» de lo rosa o cualesquiera otros maestros del oficio: la vestirán de «exclusiva», la vincularán a tales o cuales rumores, la proyectarán una y mil veces y, en cada pase subirá su valor, como en un IVA de la bobada. Y a la víctima de la foto, lo que le queda es la impresión -correcta, correctísima- de que su imagen está siendo explotada de manera inmoral. Pues bien: es verdad; es un tráfico inmoral. Aquí tenemos dicho que todo ese tráfico insignificante de lo «rosa» es el nuevo opio del pueblo. Y como suele ocurrir, la clave del negocio está en el narcotraficante.