Diario de León

EL INVENTO DEL MALIGNO

Opinadores

Publicado por
JOSÉ JAVIER ESPARZA
León

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NO SÉ si la noticia se ha confirmado ya o si aún está pendiente de eso que los periodistas llaman «flecos», pero lo cierto es que hace unos pocos días se daba por hecho: Lolita, la hija de Lola Flores, se incorpora como comentarista al Espejo público de Antena 3. No es noticia que pueda extrañar mucho en un programa que ha tenido -no sé si aún tiene- como comentarista de actualidad a Massiel. Tampoco extrañará en un medio como la tele, donde personas mucho menos cualificadas -por experiencia vital- que Massiel y Lolita pontifican a diario sobre cualquier cosa. Lo que me interesa del asunto es precisamente esto último: la existencia de un nutrido (aunque bastante cerrado) número de personas cuyo oficio consiste en aparecer en la tele dando su opinión sobre cualquier materia, desde las vacas locas hasta el accidente de Spanair pasando por la boda de la duquesa de Alba, y todo ello sin poseer ningún tipo de conocimiento especial sobre esos asuntos ni, en realidad, sobre cualesquiera otros. La televisión del entretenimiento ha hecho nacer una casta específica: la de los opinadores famosos, es decir, personas a las que se llama para que den su opinión por el hecho de tener fama. El fenómeno se retroalimenta: opinan porque son famosos, pero, al salir en la tele, su fama aumenta, de manera que las solicitudes de opinión crecen en proporción directa. Como la tele es un medio basado esencialmente en la imagen, la operación es de lo más comprensible: el espectador recalará antes en una cadena que ofrezca caras conocidas que en otra con protagonistas anónimos. El crítico ilustrado dirá: ya, pero ¿de qué vale tanta cara famosa si sus opiniones son perfectas banalidades? Bueno, pues ahí está la clave de la cuestión: en que el contenido de la opinión, para este tipo de programas, es en realidad completamente prescindible. Lo que cuenta ya no es lo que diga Mengano, sino el hecho de que Mengano diga algo, aunque sea una sandez. Efecto perverso: la sandez pasa al público como verdad apodíctica, de manera que una cuantiosa porción del gentío se va embruteciendo de manera acelerada y constante. Es exactamente lo contrario de lo que soñaron los primeros teóricos de la comunicación social, que pensaban que la exposición pública de ideas y el intercambio de pareceres bastarían por sí mismos para construir una sociedad más culta. A aquellos teóricos les resultaba inimaginable una situación en la que cualquiera pudiera opinar sobre cualquier cosa y, además, exigiera reconocimiento. Pero eso es lo que la tele ha terminado creando: personas respetables en lo suyo, pero con ostensibles carencias en todo lo demás, se elevan hasta el rango de oráculo colectivo. Y la culpa de esto no es del opinador, sino del programador.

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