EL INVENTO DEL MALIGNO
Torturas
HE AQUÍ que un cura aparece muerto, desnudo, esposado, en la cama de un hotel, después de ciertos ejercicios con una prostituta. A partir de ahí, el relato nos descubre una torva conspiración en la que aparecen ancianos nazis escondidos en España, ex militares chilenos camuflados en nuestro país, torturadores argentinos y unos fantasmales servicios secretos vaticanos (la Santa Alianza) que están detrás del pastel. Esto es lo que nos contó la otra noche el episodio de El comisario . Un argumento construido con esos mimbres necesariamente resulta atractivo. Lo malo es que, siguiendo atentamente el relato, lo que uno descubre es una gigantesca falsificación. Por poner un solo ejemplo: un papel central del relato lo ocupa la picana, que se nos presenta como un invento de los militares argentinos. La picana, en efecto, es un instrumento eléctrico de tortura que se llama así en Argentina, pero no la inventaron los argentinos (ni los chilenos), sino los franceses en Argelia. Es una lástima para los amantes de los discursos simplones (así los guionistas de El comisario ), pero la asesoría extranjera de la dictadura militar argentina (que, por cierto, jamás se llevó bien con el Chile de Pinochet) no la ejercieron ex nazis refugiados en fantasmales agujeros, sino probos y condecorados oficiales de la Francia democrática -Aussaresses, discípulo de Trinquier, por ejemplo-, héroes de la guerra contra Alemania, que enseñaron en Buenos Aires los métodos que habían aplicado en Argelia. Esto lo sabe cualquiera que haya estudiado el asunto; en Internet hay un bonito documental de una hora, elaborado por la TF-1, sobre la «escuela francesa» en Argentina. En cuanto a la pieza que completa el cuadro, esa Santa Alianza encargada de matar por orden del Vaticano, hay que decir que no es más que un invento de -entre otros- el delirante Eric Frattini, al que tenemos la desdicha de padecer con alguna frecuencia en las pantallas españolas y que, hombre sagaz, ha encontrado en la escandalera antieclesial una buena forma de hacer negocio. El problema es que dos millones y medio de españoles se metieron esa bazofia por los ojos y, de ellos, probablemente un porcentaje significativo pensaría que la papilla era verosímil. Al fin y al cabo, ¿no aparecía movido el relato por el noble afán de denunciar las torturas? Pues si la tele lo dice, será verdad. En fin¿ ¿Torturas? Oh, sí: algo que hay que denunciar. Pero tampoco estará de más denunciar la tortura intelectual que supone retorcer las cosas para construir un relato «excitante» y, después, ofrecer el engendro con visos de realismo. Como en este último episodio de la serie El comisario . Es un insulto a la inteligencia de los espectadores. Y por supuesto, no es inocente.