Diario de León
Publicado por
JOSÉ JAVIER ESPARZA
León

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UNO DEBE ser coherente con sus principios. En consecuencia, esta temporada he decidido no seguir Gran hermano . Lo veo porque tengo que verlo -es parte del oficio-, pero no lo sigo, es decir, no recuerdo cómo se llaman los protagonistas, no presto atención a sus evoluciones, no me fijo en los trajes regionales de Mercedes Milá ni tengo la menor idea de qué nuevos amoríos ha organizado la productora para dar saborcillo salobre al show. El resultado de este boicot activo a la décima -¡décima!- temporada de Gran hermano está siendo, por un lado, una saludable oxigenación mental, y por otro, una suerte de «velo de ignorancia» a la hora de afrontar las mil informaciones que Gran hermano expele. Un amigo me cuenta que el programa ha puesto a un matrimonio, cuyo vínculo desconocen los demás concursantes, a vivir con dos maromos: los maromos tratan de ligarse a la señora del matrimonio ante la forzosa pasividad del otro, y en eso consiste toda la gracia del asunto. Esto fue hace un par de semanas. No sé cómo habrá acabado esa historia, pero, ya digo: ni lo sé ni me importa, porque, una vez obtenida la conclusión pertinente del lance -a saber, la perenne apuesta de Gran hermano por lo más simiesco que el hombre lleva dentro-, olvido el asunto a toda velocidad. Seguramente por eso no pude reconocer a cierta concursante de Gran hermano que compareció la otra noche en La Noria de Telecinco y que me llamó la atención por un sólo concepto: su absoluta, casi perfecta vulgaridad. Era encantador escuchar a la dama: cuando uno llegaba a comprender el sentido de las frases que con anárquico donaire prodigaba, no sabía qué admirar más, si su fresca inconsciencia o la ignorancia de quien es tan ignorante que incluso ignora su propia ignorancia. Hace aún pocos años, la aparición de un personaje así en la tele habría sido inconcebible: alguien habría objetado que para salir en la tele hay que decir algo o, cuando menos, simplemente decir, o sea, que se le entienda a uno. Pero eso era antes, con la tele antigua. Hoy, al contrario, se prima la vulgaridad más intensa, y ello por buenas razones: las productoras han descubierto que la vulgaridad atrae a las multitudes, y de ahí que la televisión se haya llenado de tal. En esto Gran hermano ha sido no sólo pionero, sino también líder y, aún diría más: césar, porque nadie ha llevado tan lejos la exposición pública y permanente de la vulgaridad más estricta. No sé si el resultado es una sociedad más vulgar; al menos sí es una sociedad que ya no considera la vulgaridad como algo negativo, y eso se respira un poco por todas partes. Y bien, se preguntará usted: ¿cómo se llamaba esa señora que apareció en La Noria ? Lo siento: le juro que no me acuerdo.

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