Diario de León

EL INVENTO DEL MALIGNO | JOSÉ JAVIER ESPARZA

Acusados

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JOSÉ JAVIER ESPARZA
León

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A LO MEJOR ha visto usted Acusados, esa nueva serie española de Telecinco que plantea una oscura trama entre lo político y lo criminal. Es muy interesante. La presunción de criminalidad en el poderoso es un clásico de la cultura popular, sobre todo en tiempos democráticos. Ello no se debe a que el poderoso delinca siempre, sino a que el menesteroso, siempre, envidia al poderoso.

La envidia nunca ha dejado de ser un eficaz lenitivo para la precariedad existencial: la mayoría de nosotros somos irrelevantes; cuando miramos arriba, vemos al poderoso y nos preguntamos qué méritos tendrá él que nosotros no hayamos contraído; como no hallamos respuesta -”en general, porque no somos honrados con nuestras propias carencias-”, rápidamente concluimos que algo malo habrá hecho ese tipo para estar tan alto. Así, todo rico es un ladrón; toda mujer hermosa, o es una furcia o es tonta del bote; todo santo es un secreto pozo de vicio y toda persona fuerte es «en realidad» un depósito inagotable de vergonzantes complejos. Tan sumarios juicios rara vez responden a la verdad, pero cumplen su función: hacen más llevadera la existencia del menesteroso, envuelta ahora en la tibieza de un baño de bilis.

El marco narrativo de Acusados se sitúa dentro de ese contexto sentimental, propiamente patológico: todo el mundo es malo en la cúspide, y la maldad se va relajando a medida que descendemos en la escala social. Así el asesino a sueldo manifiesta, en el fondo, un buen corazón (sólo es «un tipo que hace su trabajo», ¿no?), mientras que el político es por definición un abominable canalla sin redención posible. El malo es tal, con frecuencia, porque no puede ser otra cosa (la vida es así, o quizá la sociedad), y el bueno, incluso si no deja de serlo, acumula tal cantidad de traumas que su bondad no despierta deseos de emulación, sino un «aparta de mí este cáliz».

Al final, el balance es desolador: se difumina la raya que separa ya no el bien del mal (conceptos demasiado hondos), sino simplemente lo bueno de lo malo (realidades mucho más de andar por casa); toda realidad de rango superior queda bajo sospecha y, más aún, es mostrada como fruto de la injusticia.

A los relatos de este tipo se les supuso, en ciertos tiempos, un hondo aliento revolucionario: al mostrar un orden invertido, estimulaban los deseos de cambio social. Hoy sabemos que, en realidad, sólo son productores de conformismo y «falsa conciencia»: uno apaga la tele convencido de que todo es injusticia, pero no sale a la calle a combatirla, sino que ahora se va a la cama reconfortado en su propia insignificancia. Y así el desorden se perpetúa. Buen truco, ¿verdad?

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