EL INVENTO DEL MALIGNO | JOSÉ JAVIER ESPARZA
Jade
HA MUERTO Jade Goody, criatura televisiva, heroína de nuestro tiempo. Quizá la recuerde usted: aquí hablamos de ella hace poco. Es (era) esa chica del común que se había hecho famosa por participar en la edición británica de Gran hermano. Tanto creció su fama que hasta escribió una biografía y lanzó una línea de perfumes. Le habían diagnosticado un cáncer que Jane se encargó de convertir en argumento de popularidad, un auténtico reality-show. Finalmente ese cáncer se la ha llevado. Tenía veintisiete años.
Jade Goody era un prototipo casi perfecto de la Europa real, que tiene poco que ver con la de Bruselas y Estrasburgo: hija de familia rota (los técnicos dicen «desestructurada»), malcriada en un suburbio, zafia y grosera, de una ignorancia sin límites, inevitablemente racista, seducida hasta la ceguera por la fama y el relumbrón de la tele y el show-business. La televisión la sacó del arroyo; le dio fama y dinero. Después, la televisión la usó como reclamo comercial hasta más allá de la indecencia. Ella, deslumbrada, se dejó. Mercadeó su cáncer. También mercadeó su matrimonio, hace un mes; era su segunda pareja. Jane ha sido una criatura de nuestro tiempo incluso en la causa de su muerte: un cáncer de útero, esa especie de microplaga contemporánea que los políticos de todas las latitudes intentan frenar -”sin éxito-” inundando el planeta con preservativos y comercializando vacunas contra el papiloma. Las heroínas populares de los setenta morían de sobredosis de droga; las heroínas populares de la próxima década morirán de una sobredosis de coitos aleatorios. Oh, por supuesto: nadie ose poner en solfa la permisividad sexual, esa dulce conquista del 68. Hay cosas que nadie puede decir sin hacerse sospechoso. Quizás Jane haya muerto pensando que ha visto realizadas sus máximas aspiraciones en la vida: fama, dinero, popularidad televisiva, la atención de todo el mundo depositada en ella, el fin de la agonía gris del anonimato de masas Qué tristeza. En todo caso, quedémonos con lo mejor del último acto: su rostro. Busque usted por ahí una foto postrera de Jade -”hay muchísimas: esta chica ha querido que se retrate todo-” y obsérvela atentamente: el cráneo calvo, los ojos hundidos, el soplo de la muerte que a todos nos llegará cubriendo de ceniza el último aliento. La crónica dice, sin embargo, que lo último que hizo en vida fue bautizarse y bautizar también a sus dos hijos. Prescindamos de los labios y resaltemos lo demás: el gesto imponente del que dice adiós para siempre. En el dolor siempre hay dignidad. Quien lo probó, lo sabe.