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invento del maligno | josé javier esparza

Paquirrín

Publicado por
León

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Todavía colea, y más que coleará la semana que viene, el programa que La Sexta dedicaba la otra noche, domingo, a Kiko Rivera, alias Paquirrín, hijo del torero Paquirri y la cantante Isabel Pantoja. El programa se llama Desmontando a Paquirrín —ofensa gratuita del gerundio— y consta de dos partes, como el Quijote: en la primera se nos ha mostrado al personaje; en la segunda, el personaje protagonizará un monólogo. Hay que subrayar su éxito de audiencia: una cuota de pantalla del 9,6%, más de un millón trescientos mil espectadores. Son cifras muy buenas en el contexto de La Sexta, pero, sobre todo, son números que impresionan si se tiene en cuenta la cualidad del programa: el vacío más completo. Esto de Paquirrín es histórico, y lo digo completamente en serio. Me perdonará usted que me ponga autobiográfico, pero hay cosas que, para medirlas en su justa dimensión, requieren baremos temporales muy amplios, casi geológicos. Verá usted: aquí este escriba lleva haciendo crítica de televisión todos los días desde hace más de dieciocho años (por cierto: a ver si cuando cumpla veinte alguien se acuerda y me regala un reloj o algo); en todo ese tiempo, que es una vida, usted y yo hemos podido ver las cosas más espeluznantes, enternecedoras o extravagantes, pero lo que nunca habíamos visto hasta hoy, o al menos no de manera tan patente, era un programa construido deliberadamente sobre el vacío. Pues bien: Desmontando a Paquirrín ha logrado el prodigio. Acabamos de asistir a un relato organizado a partir de la nada, cuyo único hilo conductor es la presencia de un tipo que no hace nada, que no dice nada, que no significa nada. Este muchacho, Kiko Rivera, nació, creció y se desarrolló (incluso, tal vez, se reprodujo) en medio de la atención pública por ser hijo de quien era. No ha hecho otra cosa en la vida sino, simplemente, existir. Como tampoco ha tenido nunca que ganarse las habichuelas, su existencia se ha limitado a la satisfacción de necesidades básicas y, eso sí, en un entorno de notable lujo. De él hemos conocido sus líos, sus farras, sus relaciones con muchachas de reputación cuestionable… Caca de la vaca, en fin. ¿Acaso tal vacío envolvía un secreto, un tesoro oculto que aspiraba a salir al exterior? Visiblemente, tampoco. Y con ese expediente, ¿cómo convertir al personaje en protagonista de un relato televisivo. Bueno, pues ahí precisamente está el prodigio. Kiko Rivera, héroe de nuestro tiempo —pobre Lermontov—, prototipo de la generación Logse, del vago nacional, del hijo-de-famoso, de criatura televisiva a su pesar… Prototipo, en fin, de todo cuanto de banal y superfluo hay en nuestra sociedad, que es mucho. En el fondo, su éxito es de una lógica implacable: era inevitable que llegáramos hasta aquí.