Diario de León
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Opinión | A. M. ballester

FILÓLOGA

Hertha Müller no es una escritora destinada a encantar. Sus cuentos y novelas no son el tipo de libros con los que una se acurruca en el sofá en una plácida tarde de lectura. Hay que acercarse a ella a corazón abierto, dispuesta a sumergirse en un mundo obsesivo y triste, de persecuciones, silencios y asfixia, del que a veces -”demasiadas veces-” parece que la única escapatoria es la muerte. Aún así -”o precisamente por ello-”, no hay cosa que me guste más que decir a todos mis amigos: ¡Leedla!. Porque sus textos son impactantes, profundos, poéticos. Sorprendentes. No son de los que atrapan, sino que penetran, poco a poco, bajo la piel. Lo que recuerdas de ella son, sobre todo, sus imágenes. Algunas sobrecogedoras, otras aparentemente anodinas. Un padre en un ataúd, una soga alrededor de una nuez, un cinturón, una ventana, los copos de nieve Textos que sacuden como pequeños o grandes terremotos, esos que se sabe que son verdaderos porque te obligan a despertar.

Es una escritora que, por biografía, se merece el Nobel. Una de las circunstancias más duras para una persona es tener que marcharse de su país. Tenerse que ir porque allí no puede hablar, ni escribir, ni pensar, ni respirar. Un país en el que, como dice en su novela La bestia del corazón , las personas «se convierten en un error para sí mismas». Hertha Müller, una compañía tan incómoda como reconfortante.

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