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Muere el leonés de Bizancio

Monseñor, el pintor del románico y la abstracción simbólica, se ha ido en busca de los personajes medievales que pueblan sus obras

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León

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Hace algunos años acompañé a Monseñor durante unas horas en su retiro de Villar de Mazarife. Visitamos juntos la residencia de ancianos donde acaban de terminar sus días. Me mostró con orgullo los grandes murales suyos que decoraban el vestíbulo y en los que habían dejado su impronta los dos estilos pictóricos del artista, el genuinamente románico y el peculiarmente moderno. Después, caminamos por el jardín de la institución y admiramos un grupo de avestruces que a modo de granja experimental allí guardaban y que prometió llevar a alguna de sus tablas. No sé si lo hizo. Ya en aquel momento pensaba en dejar su casa del pueblo para trasladarse definitivamente a la residencia. Era la suya una casa de adobe en la que el singular artista había creado un pequeño museo que enseñaba con emoción a todos los que escogían el camino del pueblo para peregrinar a Santiago. Monseñor les ponía el sello en la Compostelana, les invitaba a un trago y les enseñaba sus obras y las múltiples antigüedades que consiguió reunir a lo largo de los años. Monseñor se ha ido, estoy seguro, con una pena muy honda porque las autoridades, los políticos, no han tenido la sensibilidad suficiente para convertir en auténtico ese museo del que con infinito esfuerzo el artista había puesto sólidas bases. Enérgico. Era hombre de corta estatura, pero de enérgico y emprendedor carácter, lo que explica lo magnífico de su obra. Nacido en el pueblo leonés de Onzonilla y a resguardado del ajetreo capitalino en su retiro de Villar de Mazarife desde hace quince años, el artista del románico y la abstracción simbólica se ha marchado en busca de su tiempo. Sí, porque Luis López Casado no pertenecía al siglo XX, ni al XXI; Monseñor debió nacer mil años antes y ser pintor de cámara de algún conde o duque de posibles o, vaya usted saber, del mismísimo soberano reinante. Monseñor pintaba sus obras, sus tablas decía él, con paciencia y obstinación, luchando a brazo partido con las técnicas de los viejos maestros. Aún lo veo trabajar sin pausa en su taller de la calle de San Pedro, a la sombra de la Catedral. En el pequeño local del Barrio Húmedo o en su majestuoso estudio de de la calle Fernández Cadórniga, a casi doscientos metros de palacio en los que su colección de viejos cachivaches creció y creció, a la vez que sus pinturas y sus cerámicas se hacían famosas en el mundo entero. Lo recuerdo también en mi primera visita al taller de artesanía del clérigo Saturnino Escudero, en la calle de Serranos. Aún era un joven aprendiz, pero el maestro, contaba maravillas de su capacidad para iluminar pergaminos y para dibujar los cartones sobre los que después se tejerían los tapices que hicieron famoso al taller. Con Monseñor, más que un artista, se ha ido un romántico, un pequeño quijote siempre empeñado en misiones imposibles. Un ser lleno de inquietudes que fue capaz de crear a su alrededor un mundo mágico, mucho más importante que sus pinturas o sus cerámicas. Un mundo peculiar que quiso poblar con polícromos fantasmas de los ángeles, los santos, los caballeros y, sobre todo, de las delicadas damas medievales que poblaban su imaginación. Seres fantásticos con tres cuatro pares de ojos asombrados que miraban, desde mil años atrás, las tribulaciones de los coetáneos del pintor. Ahora, Monseñor estará buscando al maestro de las bóvedas del Panteón de Reyes de San Isidoro para charlar con él del Calendario Agrícola que tantas veces repitiera. Y quizá se encuentre en la gloria al lado de toda esa pléyade de personajes a los que dio vida en sus tablas y que pueden hacerle compañía en su destino eterno. La última vez que hablé con Monseñor discutimos. Espero que me haya perdonado.

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