De héroes y tumbas

La trama parece sencilla: dos equipos, once jugadores en cada uno, un árbitro, cuatro mil millones de espectadores y un juego cuyas reglas siguen las estrategias de la guerra: atacar y defender. Lo único que cuenta es ganar al contrincante; introducir un balón en un espacio determinado, meter esos goles que cuando son nuestros se pronuncian con un triunfante e infinito oooo de goce. No soy una fanática del fútbol, sin embargo, reconozco que a veces me resulta muy sugerente participar de lo que creo que es la esencia de su éxito masivo; este juego posee la capacidad de involucrarnos de tal modo, logra que nos identifiquemos hasta tal punto con los jugadores de nuestro equipo, que cuando alguno lleva a cabo una gran gesta quien la perpetra somos todos y cada uno de nosotros; convirtiéndonos, en ese tiempo de éxtasis, en héroes, algo que habitualmente se nos niega en la vida. ¿No fue el Cid quién ganó una batalla una vez muerto? En esta ocasión se masca la tragedia. Lo importante será que el adversario desconozca que el equipo español y -no hay más que oír o leer las informaciones de los últimos días- ha empezado la guerra fallecido. Quizá renazca, renazcamos; lo veremos.