OPINIÓN José Luis Garci
De infelices ilusiones
A últimos de enero del pasado año llegaba yo a Montevideo, junto con José María Otero y Pilar Torre, director general de Cine y subdirectora, respectivamente. Veníamos del Festival de Punta del Este. Hacía un calor infernal. Nada más instalarnos en el Hotel Balmoral, en plena plaza Libertad, mi amigo Saúl Feldman, un estupendo árbitro uruguayo, me llevó al mítico Estadio Centenario, que estaba totalmente vacío. Inaugurado en 1930, para los primeros Mundiales, el Centenario sigue siendo un coliseo asombroso. La visión del juego es fantástica desde cualquier localidad. Como la del Nou Camp o la del Bernabéu. Con un foso alrededor del terreno de juego, te coloques en la localidad que sea, tribunas altas o bajas, fondos, etcétera, la sensación de cercanía y de comodidad es increíble. Cien mil espectadores pueden disfrutar del fútbol en las mejores condiciones. Aquel mediodía, con casi cuarenta grados de temperatura, Saúl y yo charlamos por los codos de nuestro deporte favorito, pisando un césped sagrado por el que habían gambeteado Obdulio Varela, Schiaffino y, antes, Andrade, Scarone, Cea... Saúl no era optimista de cara a la World Cup 2002, ni siquiera creía que se iba a clasificar su querida selección charrúa. «Pillar una plaza, sí», le dije yo. Y así ocurrió, en la repesca, ante Australia, en un último partido vibrante, de infarto, en un Centenario abarrotado. Uruguay, desde hace años, décadas, es un equipo «europeo». Casi todas sus figuras juegan en Italia o España. Ha perdido parte de su idiosincrasia. Púa, el entrenador que sustituyó a Passarella, ha orquestado un grupo sin mucha tensión en torno a Recoba (el mejor futbolista oriental desde las luminosas maniobras del Francescoli), Montero y poco más. La madrugada de este sábado primero de junio, mientras miles de litros de agua a punto de hervir esperaban ser vertidos en otros miles de kilos de yerba mate, los aficionados uruguayos, prácticamente los tres millones de habitantes de la República Oriental, han visto cómo la Celeste era vencida por una Dinamarca -otro- mucho más agresiva y rápida. Y de nada han servido el golazo de Rodríguez, a lo Zidane, ni la calidad (y el esfuerzo) del Chino Recoba, ni, menos aún, ese híbrido sistema táctico del ''Gordo'' Púa, un auténtico desbarajuste. Uruguay ha prescindido del centro del campo, que es algo que sólo hacen los equipos cobardes; totalmente desconectado, sin presionar arriba -apenas lo hizo durante los primeros diez minutos de la segunda parte-, sin recuperar balones, lo suyo era una muerte gritada. Muy mal tiene que estar De los Santos (Púa sabrá), para no haber salido en lugar de Guigou o Gustavo Varela. El caso es que los daneses se han posicionado siempre mejor, han sido más atrevidos, un equipo sólido, sin estrellas, pero muy trabajador, con aire británico. Rommedahl, Tomasson, Gronkjaer, el veterano Heintze...,son unos profesionales que saben penetrar por las bandas, relevarse a la perfección y mirar siempre hacia el arco rival. Morten Olsen y Laudrup han conformado un bloque sin miedo a nada, muy concentrado, con talante ofensivo y pleno de potencia física. Será complicado derrotarles. Quizá el empate no habría sido injusto para Uruguay, pero la victoria de Dinamarca tampoco lo es. ¿Adónde se fue la garra charrúa?, aquella que enmudeció Maracaná en el 50, la que obtuvo el primer Mundial en el 30, la que ganó tantos Campeonatos Suramericanos, la que encarnaba aquel extraordinario Peñarol de los años sesenta. Sea como sea, el momento de «transición» de Uruguay se está haciendo eterno. Ahora cierro los ojos y veo la invernal Avenida 18 de Julio convertida en un gigantesco mate lleno de infelices ilusiones. Lo siento mucho, querido Saúl Feldman, pero tu equipo del alma no es sino una pandilla de jugadores deprimidos que se pasan el balón unos a otros sin saber por qué. Nos vemos en el Centenario, Saúl, bajo la Torre de los Homenajes, una mañanita de cielo azul celeste, y seguimos hablando de nuestro admirado Obdulio.