OPINIÓN Miguel Pardeza
La euforia, las golondrinas y el verano
Por la euforia desatada tras el triunfo histórico -nunca mejor dicho- de España en su estreno en este Mundial se diría que hemos roto la barrera del sonido o que estamos ante la recuperación del espíritu de la Reconquista, aquella falacia política que duró ocho siglos. No vamos a negar que el partido importó méritos innegables. Medio siglo de decepciones debutantes nos había endosado un complejo lacerante de país impotente para las situaciones decisivas. Ciertamente, la selección española se armó de voluntad y se liberó de esos lastres que neutralizan virtudes por un exceso de titubeos o indolencias. Su arranque fue prometedor, aunque más por lo que dejó entrever respecto a sus posibilidades que por el resultado conseguido, una cuestión siempre ésta sometida a valoraciones partidistas. Hubo incluso jugadores, como De Pedro, que alcanzaron momentos brillantes, y tanto más valiosos en la medida en que ninguno de sus precedentes permitía aventurar mejores expectativas. Pero todo esto, que es irrefutable y que augura un desarrollo sin timos, no debería convertirse en uno de esos ramalazos de exageración con que el español suele eludir la realidad para instalarse en el terreno de la ficción descabellada. España continúa siendo el equipo de las frustraciones consumadas. Seguimos siendo, al final, un sueño de grandeza extraviado en medio de una puntuación secundaria que nos coloca todavía muy lejos de las selecciones verdaderamente fundamentales en el concierto internacional. La realidad aconseja andar con pies de plomo o, lo que es lo mismo, con la ilusión intacta y la prudencia afilada a la espera de que los buenos pronósticos se confirmen por sí mismos. Un Mundial es un acontecimiento que sólo debe valorarse en su conclusión. Todo lo que sea hacer falsos veranos de raquíticas golondrinas será incurrir en imaginaciones calenturientas sin ningún sostén ni justificación. España acabó con la agonía en sus inicios de Mundial. Que sirva para algo.