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OPINIÓN Ordoño Llamas Gil

Historia de los cebos (I)

Publicado por
León

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Sesenta años nos contemplan. Eran los tiempos en que las prohibiciones generales se limitaban a aguas turbias (si no procedían del lavado del carbón), talla menor de 19 centímetros (en algunos lugares 17 centímetros), dinamita, polvos de gas, morga, lejía, redes en zonas trucheras y, para barbos y demás peces tenía que caber por la malla un duro de plata, nasas o butrones, sedales durmientes, banderillas, pescar a mano, hacer lo que llamaban torgas, es decir: colocar las piedras en forma de embudo para colocar a la salida de éste una nasa, saco o red, hacia donde se empujaba a la pesca por diversos procedimientos; cortar el agua en las presas y en los pequeños pozos, dejándoles en seco para coger toda la pesca que hubiera en ellos (truchas, barbos, anguilas, bogas, cangrejos, etcétera); pescar de noche (desde media hora después de la puesta del sol hasta media hora antes de la salida). En fin, procedimientos todos ellos de prohibición lógica, por tratarse de envenenamientos y extracciones masivas muy perjudiciales (muchas de ellas no se respetaban). Y, por supuesto, las vedas y pescar sin licencia. En contraposición, las autorizaciones compensaban con creces. Por ejemplo, se podían emplear los cebos siguientes: de los naturales, la reina era la lombriz (moruca), siguiéndole el uso de la gusarapa o rancajo y del gusarapín (larvas respectivamente de la llamada mosca de mayo (pérlidos) y de las efémeras en sus diferentes tipos y colores), los gusanos verdes y los amarillos marabayos (de canutillo), los gusamos de la carne y del maíz, y las huevas de salmón o trucha (primeras prohibiciones), los saltamontes, los grillos, las hormigas con alas, el cangrejo de río mollar (sobre todo la cola, cuando está cambiando el caparazón); la negrilla (especie de sanguijuela marrón oscuro, muy fuerte, ideal para pescar el barbo), y algunas otras variedades de larvas, moscas, bivalvos y quisquillas de río que son comunes en las zonas bajas. Había también algunos minuciosos miniaturistas que eran capaces de ensartar en un diminuto anzuelo un mosquito de la postura que caía en el mismo momento en que entraban en actividad las truchas. También se pescaba con pequeños peces vivos, como las bermejuelas o los gobios, a los que solían entrar algunas truchas grandes. Todo ello utilizando varales de seis o siete metros, de caña de bambú o de escoba, con un bramante o cordizuela en casi toda su extensión, excepto la terminación (treinta o cuarenta centímetros) que se llamaba racina, fabricada con tripa y algo traslúcida, especial para anudar el anzuelo, teniéndola anteriormente en remojo unos minutos. En el medio, sin declararlos como naturales aunque también lo son, están una serie de cebos (no vivos), como el maíz, el trigo, la patata, la pepita de melón y cualquier legumbre o cereal (previamente cocidos), pequeños frutos, así como las masillas compuestas de harinas o migas de pan mezcladas con agua o aceite y pimentón (incluso azúcar), hasta conseguir la consistencia necesaria para moldearlas sobre el anzuelo, sin desprenderse al lanzarlo. Muchos de estos cebos necesitan de un engodo o preparado para cebar o macizar los lugares destinados para divertirnos pescando; muy pocos están cebados por la propia naturaleza, como la ova, o por la situación de determinadas fábricas de queso (?), mataderos (sangre y grasas) o vertidos diversos a la orilla de los ríos. Cebos utilizados generalmente para los ciprínidos. Hasta aquí podríamos considerar que abarca casi todos los procedimientos que se han ido empleando desde el principio de los tiempos, incluyendo tan sólo uno considerado como cebo artificial, cual es el de la imitación de mosquitos (efémeras) confeccionados con anzuelos recubiertos con hilos de los colores apropiados y plumas de gallo imitando las alas, y que en esta provincia ya se conocían antes de la época del Manuscrito de Astorga. Abarca, por tanto, hasta el momento en que se inicia la era moderna de los revolucionarios cebos artificiales (que llegó a España sobre la década de los cuarenta, en la postguerra). Entonces comenzó la primera revolución de los antedichos cebos artificiales, es decir: confeccionados sin ningún componente animal o vegetal vivo o muerto. Empecemos por los devones (ya en desuso), desplazados por las cucharillas de todos los tipos, formas y colores, que constituyeron uno de los tres descubrimientos milagrosos (con el carrete de lance ligero y las bobinas de nylon continuo), y que disponiendo de una cañita de dos metros (más o menos), podías enviar a 20 o 30 metros aquel instrumento compuesto por un simulacro de cuerpo con una paleta metálica. Al caer al agua y hacer tracción sobre ella, accionando la manivela del carrete, la paleta giraba rápidamente y daba la impresión de ser un insecto o mariposa huyendo entre dos aguas. La excitación que ello produjo entre las abundantes e ingenuas truchas de la época fue tal que en ocasiones casi se peleaban por morderla. Fue el momento de las grandes pescatas. Se unió a este sistema de lanzado ligero la pesca con mosca ahogada (imitación de efémeras-postura que ya se venía practicando desde tiempo inmemorial con los varales de caña de mas de cinco metros y con 8 o 10 mosquitos), y que entonces, colocándole una boya de plástico transparente, llena de agua, y reduciendo el número de anzuelos de pluma a cuatro o cinco, podía introducirse en lugares distantes, inaccesibles para el varal, donde los mejores ejemplares suelen cobijarse, y conseguir de este modo unas pescatas impresionantes. Durante varios lustros disfrutamos con los nuevos experimentos, beneficiándonos de la abundancia permanente de pesca que parecía no tener fin. Fue la época de los pescadores profesionales de la caña y de los furtivos a pequeña y gran escala que, aprovechándose de la poca vigilancia y del precio que iban adquiriendo las truchas, se dedicaron a esquilmar de día y de noche los ríos, por lo que llegó el momento en que la población de truchas empezó a disminuir alarmantemente, dando lugar al comienzo del baile acelerado de las normas y la creación de acotados en los mejores tramos, donde sólo se podían pescar veinticinco ejemplares. En las zonas libres ni siquiera había tope aún. Así transcurrían las temporadas mientras se ponían a la venta nuevos cebos artificiales, entre los que sobresalió la ninfa, aparejo formado por varios anzuelos imitando a las larvas naturales cuando eclosionan, y con una gran plomada de arrastre. También fue bastante efectiva durante el tiempo en que se autorizó, que fue limitado, y se puso como disculpa el ruido que hacía al caer en el agua para eliminarlo. Las demás imitaciones de lombrices, gusarapas, saltamontes, ranas, gusanos, peces, etcétera, todos ellos de goma o plástico, nunca dieron buen resultado para las truchas, pero sí para el lucio y el blak-bass. Mientras tanto, otra revolución se iba incubando durante bastantes años, cuando acudieron a la miel los pescadores franceses, con sus primeras cañas y carretes para la mosca seca, que, utilizada efectuando movimientos ondulantes (como de látigo) va expulsando el sedal, denominado cola de rata, terminado en un nylon largo y muy fino, en cuyo extremo lleva anudada una pequeña mosca artificial, o bien una ninfa plomeada y autorizada, hacia el exterior de la caña, hasta alcanzar el lugar exacto que se consideraba apropiado para posar la mosca sobre la superficie del agua, y donde se hallarían, presuntamente, las truchas esperando capturar el exquisito bocado. Era para ellos el paraíso piscícola mundial (o por lo menos europeo) de las truchas fario, donde llevaban a cabo su divertimento, al mismo tiempo que se proveían de recursos para su estancia y manutención durante el verano. Ellos nos invadieron y nos enseñaron unas cuantas cosas. Mientras tanto, para agudizar el caos, y desde los últimos años de un Órbigo-Luna exhuberante y de un Porma pleno, comenzó la precipitación hacia el abismo de la contaminación y de los envenenamientos masivos y, como consecuencia, de la epidemia fulminante llamada saprolegniosis. Temporada tras temporada (tonelada tras tonelada de truchas muertas y enterradas), que dieron al traste con la exhuberancia y la plenitud, desembocando en la decrepitud actual, yo diría que vergonzante.

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