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Publicado por
Miguel Ángel Nepomuceno
León

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LA DECIMOSEXTA edición del Magistral ha roto la intensa trayectoria de un torneo caracterizado primero por la lucha cuerpo a cuerpo para pasar a continuación a otro período, el del Advanced Chess, hecho para el lucimiento de máquinas y programadores mientras los humanos eran meras comparsas en un juego en el que la creatividad quedaba en segundo plano en beneficio de la espectacularidad y la agilidad. Mañana comienza la tercera era del Advanced Ches, donde el jugador vuelve a pensar con su cabeza, a revisar sus propias bases de datos y a medir el cómputo del tiempo por los latidos de su corazón y no por el inaudible tic-tac de otra máquina menos sofisticada pero sí más implacable como es el reloj digital. Cuando Joaquín Espejo apriete el dispositivo del medidor de tiempo de las blancas y las miradas de Karjakin y Topalov se crucen por última vez sobre las relucientes piezas, estaremos asistiendo al comienzo o mejor a la vuelta al viejo orden del ajedrez donde nada hay más excitante que el dudar constantemente de las propias dudas antes de lanzar hacia delante el humilde peón, el oblicuo alfil, o la aleve torre, buscando el corazón de la posición enemiga donde poder asestar el golpe definitivo con el jaque mate de gracia. Pero lo que hará estos encuentros más vivos y cercanos al hombre de la calle es que esa fría máquina llamada ordenador no tendrá esta vez nada que decir y sólo será la capacidad del jugador la que dirime el resultado de cada movimiento, de cada jaque, de cada posición. En una palabra asistiremos a un juego que se acerca a su esencia. ¿Qué se cometen más errores? Tal vez, por eso somos lo que somos y no cerebros de silicio, pero la belleza de una combinación fulgurante, la filigrana de una posición inescrutable, la sutileza de una secuencia de movimientos hasta conseguir la inmovilidad de los trebejos o la verticalidad de un jaque mate en tres conseguido a base de cálculo, sufrimiento, sudor, taquicardias y lamentos, sólo lo puede saborear y disfrutar quien utiliza su cuerpo y su cabeza para conseguirlo, el resto es habilidad, manejo del teclado, complicidad con el cerebro de silicio y muchas pestañas quemadas ante la fría luz de la pantalla luminosa. Como diría nuestro San Genadio: «Señor, por qué somos tan soberbios».