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Publicado por
MIGUEL PARDEZA
León

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UN PARTIDO más otro, el que jugaban Rusia y Grecia. Venían noticias favorables con los goles rusos. Pero el nuestro tenía el tinte fratricida que nadie deseaba. Sáez hizo sus cambios. ¿Obligados o reflexionados? Poco importa en unas circunstancias de examen final, el mismo en el que solemos caer cumpliendo un destino doloroso y que nadie se explica. El juego era de los portugueses; no sólo tenían el balón, tenían el ritmo, la voz y el futuro del resultado. Materialmente, nos acribillaron. Deco, Figo, desde atrás el lateral Miguel y, sobre los demás, Cristiano Ronaldo, un jugador inquieto, rápido y funambulista. Amagaba, se inventaba bicicletas y cuando podía centraba. Era la punta más imaginativa de una Portugal febril y desesperada. En cuanto a España, sufría. Es todo lo que se puede decir. No encontraba el balón, aunque tampoco se desarmaba. Era el partido más molesto posible. Más que nada porque no es un equipo acostumbrado a verse dominado y a vivir entre las cuerdas, sin reacción ni oxígeno. Deambulaba Raúl, alargaba el campo Torres, Joaquín se perdía entre las piernas de Valente y Vicente bastante tenía con frenar el aluvión de su banda. Albelda estaba en su órbita, pero Xabi Alonso no veía pasillos ni el curso tranquilo que le permite ser organizador. Ese era, sobre otras variantes, el sentido de las cosas. Menos mal que Grecia se conformaba con acortar distancia sin adelantarse. Ese otro encuentro nos venía bien. Como nos venían de perlas el cansancio y el escepticismo portugués. A medida que corrían los minutos los hombres claves de nuestro rival iban cayendo en una suerte de pesadez, de desorientación que nos fue regalando cierto respiro. Y cuando nadie lo esperaba, surgió Nuno Gomes, tras una jugada de goleador que sabe dónde se cuece la eficacia. Lo lógico fue el empuje de España, pero ese empuje era efervescencia que se diluía en gestos y rabia baldías. Era casi imposible saber por dónde reencontrarse. El cambio de Baraja por Albelda fue una respuesta deudora de intuición que a algunos nos seducía por su valor estratégico. Pero algo había que hacer. Y aparte de Luque, que también ayudó lo suyo, lo mejor fue el genio que nos conquistó ya en los momentos de la derrota. Nos íbamos sin pena ni gloria, porque Grecia perdía por la mínima y los nuestros no podían doblegar la historia. ¿Cosa de entrenadores? ¿De jugadores? No, sino de un país que todavía tiene que seguir en el diván del psicólogo. Somos buenos, pero quizá no tanto.