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Aprendió a perder y siempre ganaba

El pentacampeón de Carrocera se ha convertido, tras vencer en el Nacional del once de septiembre, en el segundo jugador que puede lucir la Copa de S. M. el Rey en propiedad

Antonio Ordás posa sonriente junto a su Copa en plata de S.M. el Rey, que ya posee en propiedad

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Pedro Caballero - león
León

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Antonio Ordás Cañón (Carrocera, 1957) es un jugador completo, de técnica muy depurada, pulso firme y bola alta y serena, dentro al castro. Se puede decir sin riesgo de exageración que, donde pone el ojo, allí coloca casi siempre la bola. Aparentemente tranquilo y templado, su estilo de juego provoca suspense y admiración entre los espectadores. Casi familiarizado con el «once», sus tiradas suelen ser generosas en número de bolos; precisamente, en la temporada 2005 recién acabada, logró el mejor registro con 208 bolos (54+46+54+54): 11 «ahorcaos» y 2 «sietes», sobre 16 bolas lanzadas. Coronado como «II pentacampeón» de Bolo Leonés, tras su victoria en el Campeonato Nacional Individual del pasado 11 de septiembre en la bolera cubierta del Polígono 10, su seriedad externa no está reñida con una leve sonrisa, un pelín irónica pero sincera; tez morena, en consonancia con su carácter de roble. La hazaña le costó catorce años de competición; no obstante, la copa en plata de S. M el Rey ha merecido muy mucho el esfuerzo empleado. Enhorabuena, pentacampeón. Quizá, si el alto del Cillerón fuera un cerruco y la collada de Olleros de Alba hacia el río Luna deviniera en estepa, Antonio Ordás Cañón (Carrocera, 1957) no sería jugador de bolo leonés, ni pentacampeón de España. Quizá, si cuando tenía siete años hubiera encontrado otra distracción, entre matar lagartijas y bailar peonzas, ahora no guardaría en su vitrina la Copa del Rey, que le acredita como cinco veces vencedor de este torneo nacional, un trofeo que tan sólo decora la vitrina de Fernando Alonso -el rival al que asegura que más le cuesta ganar- y, desde este pasado año, la suya. Pero es que «en aquellos años, en Carrocera, sólo había bolos», a los que «se jugaba en un castro en la plaza del pueblo, a la sombra», donde Antonio Ordás empezó a trabar amistad con el juego de sus abuelos, «en los ratos que quedaba libre la bolera y no venían los mayores para echar a los pequeños a patadas». Quizá, por eso siempre ha defendido el espacio del aprendizaje de los chavales, más si cabe en una época en que, entre play stations y chats, la media de edad de uno de los deportes representativos del viejo reino sube al mismo ritmo que el IPC. Aunque, de todos modos, ahora «hay más nivel que antes, porque la gente se está entrenando continuamente». Antes, en el vocabulario de Antonio Ordás es cuando no existía «la bolera cubierta del Polígono 10, que beneficia al que es mejor jugador» y donde ha ganado dos de sus nacionales», pese a que el castro que más le gusta para campeonatos sea «el de Carrizo de la Ribera». «En su punto, tirando a dura», zanja que prefiere que esté la «cancha», en la que ha forjado un carácter de jugador noble, que se define con dos cualidades: «tranquilidad y pulso». Puede que parte de ambas -y del resto que no reconoce pero le adornan- sean fruto de la observación, en las innumerables tardes en las que estuvo de encargado de la bolera de Nocedo, después de que su padre le pasara el testigo. También del aprendizaje de los dos jugadores que destaca por encima del resto: «Pedro el Rubio, por pulso y elegancia, y Damián del Blanco, por la casta». Pulso, elegancia, tranquilidad y casta, receta que con los años ha perfeccionado, pero que ya en 1991 le valió para ganar su primer nacional, que ahora se le antoja «muy cercano en el tiempo», en su debut en la competición, después de que no pudiera ir «en 1985, a Alcalá de Henares, porque tenía un examen». Catorce temporadas más tarde, recuerda «la responsabilidad de quedar bien con la gente», ya que jugaba «en casa, en Nocedo». El peso fue menos ya al año siguiente, en Villaquilambre, cuando refrendó su valía; en 1995, en Barcelona, donde «el clima era distinto, las canchas eran desconocidas y, a última hora, estaban escarbadas»; o en la bolera cubierta, en 1997, «un año especial porque al ganarlo estaba más cerca la Copa del Rey». Pero «quedaba el peldaño más difícil», un escollo que le mantuvo «8 años para volver al mismo escenario del 2005», donde «Miguel Ángel González lo puso muy complicado» para levantar la jarra de plata y poder colocarla en casa para siempre, en vez de tener que guardarla sólo durante el año que duraba el reinado. Pasaban catorce años desde la primera vez que en casa ganó a ritmo de dieciséis el campeonato nacional, ocho de los cuales, cuando más cerca lo veía, tuvo que conformarse con mirar, estar tranquilo y no perder el pulso. Entonces, aprendió a perder cuando siempre ganaba, porque lo que más le han enseñado los bolos leoneses es que «hay que ser deportistas y respetar a los demás». Por eso, porque el deporte es de pueblo y Toño es Ordás, 42 años después de plantar el miche a la sombra en Carrocera, siempre gana. Amigo Toño Ordás, permíteme para acabar esta tu semblanza homenaje que ponga colofón al romance que te hiciera en abril de 1996 (cuando eras el «tricampeón de Carrocera») y que, ahora, cierra un capítulo muy importante en tu historia bolera: ¿Faltaban dos galardones para completar la gesta: noventa y siete, en León, y dos mil cinco, gran fiesta. Alzo hoy contigo la copa por la faena bien hecha, pues cinco triunfos te han dado plata propia en tu alacena.

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