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España se adueña del mundo con una generación irrepetible

Saitama escribió la página más brillante de la historia Primer oro para la selección absoluta «Mi ausencia les dio aún más

Publicado por
Alfonso Herrán
León

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Decía Carmelo Cabrera, leyenda canaria del baloncesto, que la final del Mundial le hizo levitar y sentir que disputaba su partido 103 con la selección. Llevados en volandas por el espíritu de los grandes santones de la canasta que, pese a todo, como Cabrera, no tocaron oro, los amigos de Pau Gasol jugaron para dedicar a éste algo sonado. ¡Lo más grande! El título mundial. La página más bella que jamás se ha escrito en este país en materia de baloncesto. De Los Ángeles'84 a Japón'06 han pasado veintidós años. Atención al torneo que se dispute en el 2028, ¿nuevo bombazo? Imposible mejorar lo de ayer. El camino abierto en Japón ya no tiene retorno. Quizá se opte por congelar los genes de Navarro, Gasol y compañía. En un partido inolvidable por su ebullición emocional, por la voluntad de los baloncestistas para interpretar su papel de héroes con toda la grandeza, los Séniores de Oro mudaron sus costumbres y hasta se vio reír con destellos amarillos al sobrio Jiménez y llorar pepitas doradas al jovial Gasol. Estos muchachos se mueven por un espíritu circular: ganan para divertirse y se divierten para ganar. Fue una mañana deliciosa, en la que esta generación irrepetible volcó su talento sobre el partido cumbre del baloncesto español y se descamisó desde el principio en busca de la gloria. Surgió con todo su esplendor el talento y el instinto matador de los chicos de Pepu, que se carcajearon de tragedias griegas y lugares comunes al uso y se fueron como posesos a anular a los ilustres helenos. Estos se vieron en todo momento como gatos en un barrizal, jugando a tientas, sin saber qué hacer con el balón. La defensa española dictó una lección magistral: permitió doce puntos en el primer cuarto, once en el segundo y tercero, y trece en el último, el de la fiesta. Giannakis ya se temía la envolvente y otorgó la suplencia a los talentosos Papaloukas y Spanoulis en el saque inicial, lo que suponía de entrada el desuso de la imaginación. Convencido de que la cancha es un escenario apremiante en el que tiene tanto valor el carácter ganador como los modos de acercamiento al balón, Navarro pidió pista y puso a bailar a sus once compañeros el vals de Gasol. Las rotaciones eran fabulosas: Felipe Reyes se cargó demasiado pronto con dos faltas, pero Marc salió para que el apellido Gasol abrumara desde dentro y desde fuera. Y Giannakis, que había templado para la ocasión un plantel fabuloso en su taller de forja griego, entregó la cuchara. España manejó la final a su antojo y dominó la bola, que se comportó en sus manos como el péndulo del metrónomo. A los pocos estímulos positivos que encontraban los helenos en forma de rebote fuera de guión o triple inesperado, les seguían idénticas respuestas. Oro. Gloria eterna para los nuevos amos del mundo.