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Pescadores ya licenciados (I)
Los nombres de aquellos veteranos me vuelven a la memoria envueltos en la aureola de maestros adjudicada desde la inocencia, si bien quizá algunos nunca llegarían a serlo
A estas alturas de la vida, cuando el cuerpo y la mente debieran descansar, la memoria nos retrotrae a anécdotas y situaciones mas o menos insólitas, con personajes que fueron en sus tiempos populares entre nuestra afición, por su habilidad, por su socarronería, por su humanidad, por su picaresca, por su personalidad, por su constancia o por su saber vivir de acuerdo con su tiempo, y a quienes no podrás olvidar fácilmente, ya que forman parte de la trayectoria de tu propia vida en relación con la pesca. Trataré de ordenarlos cronológicamente según mis vivencias. Corrían los años cuarenta, cuando yo empezaba a practicar la pesca de bermejuelas, cachos, gobios, barbos, bogas y alguna equivocada trucha, cuando en el espacio existente por encima del puente de la estación, donde inmediatamente sería ubicado el Universal, existía un gavión en torno al cual se había formado un hermoso pozo con su correspondiente rasera, que servía de almacén de todos los peces mencionados, y que era también punto de reunión de pescadores veteranos y alevines (como nosotros), que aprovechábamos el tiempo libre en sus orillas. Muchos atardeceres de domingo podías observar a media docena de cañas intentando engañar a los buenos ejemplares de barbos que habitaban en sus profundidades. Pues bien, los nombres de aquellos veteranos me vuelven a la memoria envueltos en la aureola de maestros que tú desde tu inocencia les adjudicabas, si bien quizá algunos de ellos nunca llegarían a serlo, pero formaban parte de la tópica y paciente figura del pescador. La concurrencia del pozo era muy asidua y heterogénea. Desde Llamas, Gamazo, dos Jacintos (Mena y el Capitán), un pariente de Campesino (hierbas medicinales) y su cuñado o amigo Julio, entre los más veteranos, hasta la cuadrilla de alevines que entonces empezábamos a descubrir el río, como Bernardo, Mundo, Perico, Yayo y el que suscribe, además de algunos que ya no recuerdo bien, y del Franganillo, un espécimen que practicaba todos los sistemas. Los cuatro Jacintos Les conocíamos bien: Jacinto Mena, encargado de la tintorería de Farrapeira, que con su peculiar figura cargado de hombros y un vozarrón oscuro y fuerte, parecía encarnar al socarrón contestador del dicho: Qué, ¿pican? -¡Joden, joden, y dan... a preguntadores! Usaba boina amplia y fumaba picadura. Jacinto, el capitán, jubilado del ejército que ya parecía estar rondando los ochenta, solía venir al puente cuando regresaba de pescar truchas en el ferrocarril de Matallana, sólo cuando traía alguna buena, con el único objeto de presumir ante los concurrentes. Existía un gran antagonismo entre ambos, como si se hubieran robado el uno al otro el nombre, y recuerdo un día en que el capitán se presentó en el puente y llamando a Jacinto Mena a voces le indicaba que traía una trucha así (y colocaba las manos a la distancia adecuada) . Mena le replicó a voces que «ya sería menos», obligándole a bajar a la orilla para enseñárnosla. Cuando estuvieron frente a frente, sacó de la cesta una trucha de unos dos kilos, ya un poco seca entre las hierbas, y se la mostró diciéndole: «Esto sí es pescar, y no como otros», a lo que le contestó muy airado Mena: «¡Usted qué va a pescar eso, estaría picada de la mosca!». La riña que se originó fue de las que hacen época. Cuando nos encontrábamos pescando truchas y no picaban, siempre hacía el comentario justificativo: «es que aberruntan tormenta», y se dedicaba a pescar bogas en Candanedo, que era más descansado. El tercer Jacinto, Juárez, era un funcionario del Sindicato Vertical, de una edad intermedia y algo mayor de estatura, muy locuaz y pulido en su indumentaria, solía pescar (es un decir) desplazándose en el ferrocarril del hullero hasta las estaciones anteriores a Boñar, por lo que podías encontrártelo sobre todo al regreso, cuando todos, más o menos, hacíamos ostentación del producto de la jornada. A la orilla del río nunca le veías pescar algo, pero cuando volvíamos en el tren casi siempre llevaba la cesta repleta de truchas. Las malas lenguas decían que se gastaba sus dinerillos. Como tenía muy buen carácter, no le importaba que le dijeran: «Las habrás comprado». El cuarto Jacinto, propietario de «El Globo», comercio de confecciones en la calle de Varillas, fue un aficionado de época posterior, cuando los acotados estaban ya en su apogeo. Soltero, pudiente y de edad pasando la madurez, pescaba sin molestarse demasiado y le gustaba la comodidad. El resultado de sus pescas solía ser escaso. En cierta ocasión, estando con mi compañero José Burgués pescando en Tolibia, acudimos a comer a la que llamaban la Venta de la Zorra, donde nos encontramos con Jacinto. Nos sirvieron para comer unos huevos fritos con jamón y después truchas también fritas, de un tamaño ajustado a la talla, que estaban deliciosas. Cuando pagábamos la consumición preguntó Jacinto que si les quedaba alguna trucha para venderle, contestándole que sí, por lo que dio la cesta disimuladamente para que le pusieran dentro como un kilo de ellas. Después de algunos días nos enteramos por él del desenlace: cuando llegó a casa le preguntó su hermana por el resultado de la pesca, a lo que contestó: «En la cesta vienen algunas». Mientras se desvestía oyó de nuevo la voz de su hermana que le decía: «¡Pero si están fritas!» Campesino y Julio De los asistentes a las jornadas del pozo del Universal, recuerdo cuando llegaron Campesino y Julio, que venían de Salamanca y conocían mejor el método de cebado para la pesca de barbos. Estuvieron observando a todos los pescadores algunos días al atardecer, y cuando todos habíamos recogido lanzaban al agua unos puñados de pepitas de melón cocidas, marchándonos todos después. El domingo, cuando acudí yo hacia las nueve de la mañana, ya estaban ambos allí, colocados en los lugares donde habían cebado. Era digno de ver cómo respondían los barbos al sistema, picando con facilidad a la pepita de melón, en la que iba insertado un diminuto anzuelo que solamente asomaba muy poco la punta por un lateral, con un resultado de varias decenas de barbos de todos los tamaños. Los demás sí habíamos oído que era una práctica generalizada, pero nunca la habíamos utilizado. Lo común era pescar con lombriz, gusarapín, gusano y, como cebo especial para el barbo, la negrilla, que podía durarte mucho tiempo viva. Franganillo Al oscurecer solía llegar Franganillo, hombretón de mediana edad, con una caja torácica importante en un cuerpo fuerte, de agradable trato. Esperaba la recogida de las cañas y quedándose en bañador hacía unas cuantas inmersiones desde el gavión hacia la zona mas profunda de éste. Tenía tal capacidad de resistencia, que algunas veces nos tenía asustados, pensando en que le había ocurrido algo o que se habría enganchado en alguna cueva entre los alambres que tenía este gavión. Casi siempre salía con tres barbos, uno en cada mano y otro en la boca. No recuerdo cual era su oficio, pero sé que tenía por costumbre pescar también a red y a caña. Pasado un tiempo supe que había muerto ahogado, pues padecía de epilepsia y debió de darle un ataque en el río.