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La banalidad de la estupidez

. Cincuenta años después del juicio de Adolf Eichmann, otro proceso muestra la maldad revestida de frases huecas.

El asesino noruego Anders Breivik durante el juicio.

Publicado por
miguel salvatierra | madrid
León

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El próximo 31 de mayo se cumplirán 50 años de la ejecución de uno de los principales artífices del Holocausto, Adolf Eichmann. En el juicio, en vez de un monstruo antisemita y fanático, responsable del asesinato y deportación de cientos de miles de judíos, se pudo ver a un hombrecillo gris y apocado, un burócrata preocupado ante todo por la eficacia de su tarea, aunque esta fuera enviar seres humanos a las cámaras de gas.

La filósofa Hannah Arendt, que siguió el juicio y reflejó su experiencia en la obra ‘ Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal , se sorprendió de las escasas dotes intelectuales del criminal nazi. En sus intervenciones ante los jueces, Eichmann se limitó a declamar frases hechas y estereotipos, mostrando una agilidad mental nula.

En estos días, se está desarrollando en Oslo otro proceso, el de Anders Breivik, autor de la muerte a tiros de 77 personas, el 22 de julio de 2011 en la isla de Utoya. El ultraderechista noruego pidió la absolución por haber actuado «en legítima defensa» y «movido por nobles intereses». Las contradicciones e insensateces de sus primeras declaraciones han sido numerosas y variadas: desde afirmar que protagoniza una cruzada contra la «descristianización» de Europa, pese a no ser «muy religioso», a que su plan de filmar la masacre se frustró porque no pudo comprarse un iPhone. Los casos de Eichmann y Breivik son incomparables, tanto por las dimensiones de sus crímenes como por sus personalidades y motivaciones, pero llama la atención que dos personas tan nulas intelectualmente y, en definitiva, tan estúpidas, pudieran ser capaces de provocar tanto dolor.

En el caso del criminal noruego, la justicia trata de determinar el estado mental del acusado, dado que él ha asumido la responsabilidad de los hechos. Aparentemente, resulta difícil no llegar a la conclusión de que se trata de una mente perturbada. En lo que respecta a Eichmann, resulta difícilmente comprensible que fuera incapaz de discernir la maldad de sus actos, bajo la excusa de ser un mero ejecutor de órdenes superiores.

Resulta también difícil comprender que Breivik pueda tener partidarios que simpatizan con lo que hizo y que Eichmann obtuviera apoyos en su búsqueda de refugio por parte del Gobierno alemán de Adenauer. Quizás haya que recurrir a una de las conclusiones de Arendt ante la dificultad de comprender el horror del Holocausto y que bien puede aplicarse a los asesinatos de Breivik: «las palabras y el pensamiento se sienten impotentes».