Diario de León

Srebrenika: muerte, abandono y silencio; el trauma de los casos azules

«Tratamos de hacer las torturas, la violencia y el maltrato más humanos», dice uno de ellos

Ben acababa de cumplir 18 años al llegar a Serbia. EFE

Ben acababa de cumplir 18 años al llegar a Serbia. EFE

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Aski tenía 23 años, Edo sumaba 21 y Ben acababa de cumplir los 18 cuando llegaron a Srebrenica. Eran hombres de Naciones Unidas. Se sentían intocables, guardianes de la paz. En julio de 1995, sin poder hacer nada por evitarlo, más de 8.000 hombres y niños fueron ejecutados frente a sus ojos.

—Olía a pánico, a muerte, revive Jaski.

—Intentamos que la gente tuviera al menos un minuto para decirse adiós, recuerda Ben.

—¿Hice lo que pude?, ¿lo hicieron mis superiores?, se pregunta todos los días Edo.

Desde hace 25 años, ellos y otros muchos exsoldados conviven con el trauma de la mayor masacre ocurrida en Europa desde la II Guerra Mundial, aguantan el desprecio de una parte de la sociedad que les tilda de cobardes y persisten en su batalla judicial contra el Gobierno holandés por haberlos abandonado en una «misión suicida». El Gobierno «trató de hacer todo lo posible para mantener la idea de que los cascos azules son en parte los culpables». Y al mismo tiempo los abandonó, no se preocupó por su situación, no hizo nada para facilitar tratamientos para su trauma y los dejó sobreviviendo a la culpa ante la sociedad.

«UNA AVENTURA»

«Para mí era una aventura. Nunca había estado más allá de los campamentos de Alemania o Bélgica. Era emocionante», reconoce Ben Stidge, que vive con su mascota en una casa en la frontera holandesa con Alemania, aislado de la sociedad y adicto al cannabis, que le ayuda a controlar el síndrome postraumático.

Srebrenica, un enclave de mayoría musulmana en el este de Bosnia, rodeado de pueblos de mayoría serbobosnia, había sido declarado zona desmilitarizada en 1993 y albergaba desde entonces un batallón de la Unprofor, las fuerzas de Naciones Unidas que debían vigilar el alto el fuego. Pero no tenían capacidad para hacerlo, y en julio de 1995, las brigadas serbobosnias tomaron el enclave sin apenas resistencia.

Miles de combatientes bosnios intentaron romper el cerco y llegar a Tuzla, en territorio bosnio, a través de los bosques. Algunos lo consiguieron, pero la mayoría cayó exterminada en emboscadas de las brigadas serbias.

Quienes quedaron en Srebrenica buscaron protección ante la base del Dutchbat (batallón holandés): unas 25.000 personas, en su mayoría civiles. No les sirvió de nada. Las brigadas serbias separaron a mujeres, niños y ancianos de hombres o adolescentes en edad de combatir: el primer grupo fue deportado a Tuzla, el resto ejecutado sistemáticamente. Entre el 11 y el 22 de julio murieron 8.370 personas.

Los cascos azules no intentaron impedirlo. No pudieron: frente a unos 5.000 combatientes serbios solo quedaban 350 holandeses mal armados: hacía tiempo que los serbios habían impedido un suministro regular de munición, medicina, comida. Y a pesar de las reiteradas solicitudes del batallón, nunca se recibió el apoyo aéreo necesario. Lo único que podían hacer, así lo creyeron, era colaborar con las brigadas serbias para facilitar «un traslado pacífico» de los civiles a Tuzla. «No había una alternativa buena. Estoy seguro de que, de no estar nosotros allí, nadie habría salido vivo del enclave. No habrían puesto autobuses hacia Tuzla, habrían aniquilado a todos en el enclave. ¿Hicimos lo humanamente posible? Sí, creo que sí», sostiene Edo van der Berg. «Todos nos culpan de los 8.400 muertos, pero no hablan de los 30.000 que siguen vivos». «Nuestra misión no era meternos en una guerra. Ningún soldado entraría en combate con un vehículo blanco (de la ONU) y un casco azul en su cabeza», añade. Para defender el enclave, dice, habrían hecho falta 10.000 soldados. «La misión era mantener la paz. Pero cuando llegamos había de todo menos paz», recuerda desde el salón de su casa en Frisia, lugar que ha convertido en un museo, decorado con la bandera y el casco de la ONU, fotos y varios objetos militares.

«Los serbios violaron a las chicas, había pánico entre la gente. Unas 30.000 personas llevaban semanas escondidas, sin lavarse, sin comer, olía a pánico, a muerte, esa gente estaba totalmente perdida», recuerda Jaski Portegies Zwart. Una noche escucharon gritos y llantos y fueron a ver qué pasaba: un chico que, por miedo a los serbios, golpeaba la cabeza contra una piedra para suicidarse porque no tenía una cuerda con la que ahorcarse, como hicieron otros tantos.

«Intentamos frenar las torturas, la violencia, el maltrato, hacer que la gente tuviera al menos un minuto para decirse adiós. Puede sonar estúpido ahora, pero los serbios no lo permitían: sacaban a la gente del grupo con palos, perros y amenazas. Tratamos de hacer todo eso más humano», justifica Ben.

Edo lo recuerda con detalle: «Tuvimos que formar una fila, mano con mano, y un serbio nos tocaba a uno de nosotros para apartarse y dejar pasar a 20 o 30 refugiados, luego mandaba cerrar. Ahí se veía que esos hombres no tenían sentimientos. Si una madre estaba fuera y el niño aún dentro, y te mandaban cerrar la fila, tenías que cerrar». Los cascos azules de Srebrenica se sienten abandonados por la ONU y por Holanda, no solo durante la misión, sino también después. Entre el 30% y 50% necesita ayuda psicológica; otros se quitaron la vida.

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