OPINIÓN Antonio Casado
España no es Francia
El pasotismo de los ciudadanos franceses medido en una abstención sin precedentes, vuelve a presentarnos el reciente proceso electoral, como el heraldo de la quiebra de un sistema y una clase política demasiado benevolente consigo misma. La desidia, el desencanto, la presencia de líderes furiosos, el despiste de la izquierda, la fragmentación de las ofertas electorales en una insoportable sopa de letras, etc., son los «chivatos» del malestar de la opinión pública en un país que tantas veces asumió el papel de faro, de laboratorio de las ideas políticas en la vieja Europa. Ya no es un espejo donde mirarse, aunque algunos caigan en la tentación de alarmarse por si aquello es un anticipo de lo que luego nos ocurrirá a nosotros. España no es Francia, afortunadamente para los españoles. La Democracia española del 78 ejerce una vigorosa atracción de votantes hacia el centro del sistema, bien anclado en dos grandes partidos de implantación nacional (PP y PSOE), lo cual mantiene alejado el fantasma de la «refundación» que ya planea sobre nuestros vecinos. La garantía de nuestra estabilidad radica en la fuerza centrípeta que mueve la voluntad de los ciudadanos a la hora de configurar el mapa de la gobernación del Estado, sin que tiemblen sus cuadernas por la legítima tensión entre quien gobierna y quien aspira a gobernar. Aquí lo perturbador no es el descrédito de un sistema sino los tirones periféricos del nacionalismo. Especialmente el vasco, cuyo reto quedaría perfectamente cursado si no llevara en las alforjas un desafío de naturaleza terrorista capaz de poner en carne viva el tejido social-político-jurídico ordenado en la Constitución. A diferencia de lo ocurrido en Francia, aquí el sistema no ha mirado hacia otro lado a la hora de depurar sus perversiones (de Filesa a Gescartera, del GAL al acosador de Ponferrada).