¡Ay las palabras!

El presidente Bush dio ayer por terminada la guerra en Irak con un mensaje muy meditado y difundido desde un portaviones: el presidente de la República, que ya es el candidato a la reelección en activo, prefirió el énfasis militar del comandante en jefe que constitucionalmente es. Su decisión, que se ha hecho esperar, no despeja del todo las dudas técnicas de los juristas, no muy seguros de que se pueda concluir una guerra que, pues nunca fue declarada, no tiene una existencia formalmente acreditada. Es sabido que algunos gobiernos indirectamente involucrados en la sedicente coalición que la llevó a cabo han preferido proscribir el sustantivo guerra y se han remitido a un más púdico conflicto armado internacional. La existencia de tal coalición -casi una treintena de Estados- también remite a aporías jurídicas y aún morales: ¿debería cada gobierno de cada uno de tales países dar por oficialmente concluida la guerra? ¿Estuvieron en guerra? ¿Dará Tony Blair la guerra por concluida con igual solemnidad? También la preposición (en Irak o contra Irak) plantea un problema: si hubiera sido cosa de dos, no habría duda y uno habría guerreado con o contra otro. La coalición lo hizo todo más difuso y la guerra -pues guerra o campaña como prefieren algunos autores, sí hubo- terminó según dictamina ahora el presidente del Estado-mentor, en términos militares y, sobre todo, políticos. Por último no ha quedado bien claro qué clase de guerra ha sido. ¿Guerra de liberación, como llamó la literatura franquista a la Guerra Civil española? Si se inserta en el contexto anti-terrorista sería una guerra preventiva o, más discretamente, defensiva. Este recurso, sí tal es, es antiguo: el historiador García Cárcel cuenta en su impagable libro sobre Felipe V que «ya en el siglo XVI la monarquía española cambió sus argumentos legitimadores (...) la palabra conquista empieza a estar malquista (...) y todas las guerras encuentran entonces su adjetivo justificador: defensivas».