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León

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Conmoción en el reino de los Saud, el país donde-nunca-puede-pasar-nada: un ataque terrorista de grandes proporciones, con tres coches-bomba, conductores suicidas, fuego cruzado con la policía y casi treinta muertos, incluyendo siete norteamericanos. Y todo en Riad... La capital ha pasado durante casi medio siglo por la ciudad más segura del mundo árabe: el viejo buen orden del régimen imperante -una mezcla de policía civil y religiosa más el elevado nivel de vida y la condición semisacralizada de las instituciones- hacía el prodigio. Los extranjeros se acomodan sin rechistar al tono: los trabajadores, por la cuenta que les tiene, los funcionarios y ejecutivos por disciplina. Los forasteros tienden a reunirse y vivir casi juntos. Allí, en los complejos residenciales pletóricos de extranjeros fuertemente vigilados día y noche desde que Al Qaida apareció y se registraron los primeros atentados -aislados e individuales casi siempre- golpearon los terroristas. Los norteamericanos, muy abundantes, eran prácticamente invisibles en el reino. La situación era esquizofrénica: los soldados de la gran potencia que aseguraba la independencia y la seguridad del reino hacían su trabajo casi clandestinamente y eran secretamente detestados. El 11 de septiembre lo cambió todo: quince de los diecinueve terroristas de las torres gemelas eran saudíes y el propio Osama bin Laden lo era (fue despojado hace años de su nacionalidad). Terminada la campaña en Irak, Washington y Riad acordaron que los norteamericanos evacuarían el país, una reivindicación de Bin Laden, aunque seguirán entrenando a sus fuerzas armadas. El brutal ataque es anti-americano y anti-Saud al tiempo. De nido de los terroristas pasa a ser su víctima.

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