Diario de León

| Crónica | Dudas del arrepentimiento del loco de Trípoli|

El «mea culpa» del quinto jinete

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Manuel Leguineche - madrid
León

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Recién salido del lazareto, Muamar al-Gadafi, guía de la revolución libia, espera a José María Aznar vestido con sus mejores galas, sus rutilante túnicas y sus bonetes de filamentos dorados. Porque Muamar es un presumido. Para realzar su palmito se hace rodear de una guardia pretoriana de amazonas que no le dejan ni a sol ni a sombra. Las hemos visto zumbar en torno al guía como abejas en el panel. Hace unos años, Gadafi escribía que el puesto de la mujer está en la cocina: «Los defectos biológicos, afirmaba, os impiden competir profesionalmente con el hombre». «Lea el Corán, le aconsejó a Sastre, tendrá respuestas a todas las preguntas que usted se haga». El personaje de hoy, al parecer más calmado y realista, tiene poco que ver con el joven oficial nacido en 1942 en una jaima, una tienda beduina en el golfo de Sirte, espartano y revolucionario, seguidor del egipcio Nasser. Vivía de dátiles y leche de camella. Dio en 1969 un golpe contra el achacoso rey y ahí sigue, en las riendas de la Jamahiriya, el Estado de las masas, después de caer en todas las tentaciones ideológico-religiosas. Han sido veinte años de aislamiento, hasta que la ONU lo rehabilita, levanta las sanciones impuestas hace once años por los atentados que echaron abajo un avión comercial norteamericano, vuelo 103, y otro francés. Los libios insisten que no se trata de compensaciones, cerca de tres mil millones de dólares, sino de «comprar el levantamiento de las sanciones». El Quinto Jinete, el «templario de Alá», «el loco de Trípoli», el «Mensajero del desierto», financiador de toda clase de revoluciones desde el África profunda a Filipinas, ha pagado a tocateja por sus culpas, sin reconocerlas, y promete ser buen chico y portarse bien a partir de ahora. El asunto de Lockerbie, 270 muertos en un avión tras estallar sobre la vertical del pueblo escocés la bomba que había a bordo, puesta por los servicios secretos libios, está zanjado. Pero quizá alguien desde Washington le haya pedido prudencia a José María Aznar, el primero en penetrar en el «ghetto» que ha sido Libia hasta ahora. Prudencia y cautela porque en el entorno de Bush hay quienes creen que el Guía de la Gran Revolución Combatiente no es sincero en su arrepentimiento, que su «mea culpa» es falso, un espejismo, que conviene esperar y ver. Hubo un tiempo en el que flirteó con ETA y el IRA, pidió la independencia de Canarias, todo con tal de ser «alguien» y llamar la atención. Los árabes no le querían por sus extravagancias y se inclinó hacia las aventuras en el continente africano. Los Estados Unidos, al menos los que rodean al presidente Bush, se fían poco o nada el personaje. Es verdad que en 2002 denunció a los terroristas de Al Qaida como fundamentalistas «heréticos», pero la CIA sospecha de él: viola, dicen, los derechos humanos, mete las narices en el hormiguero africano, en Sierra Leona, Chad o Liberia, y no ha dejado de pensar en rearmarse con ingenios de destrucción masiva. Era un apestado, un paria, y necesita inversiones, ayudas, sobre todo de Estados Unidos. Por eso denuncia a Al Qaida, el enemigo en casa, por eso apoyó la guerra de Afganistán y por eso contribuye con la fundación que lleva su nombre y dirige su hijo y probable heredero Seif Islam a liberar previo pago de millones de dólares a presos de organizaciones terroristas o ayuda a repatriar a extranjeros que combatieron al lado del talibán. La otra cara de la moneda: en 1999 la guardia costera india abordó un buque procedente de Corea del Norte cargado de repuestos de misiles con destino a Libia.

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