Candidatas a primera dama
Tienen en común una cosa: un marido que ambiciona el poder de la Casa Blanca. Todas disputarán a Laura Bush el puesto. Todas aspiran?a primera dama y ninguna?a?presidenta
Una de estas mujeres puede ser la nueva Hillary Clinton pero ninguna se le parece en nada más que en un marido que ambiciona el poder de la Casa Blanca. En la nueva tanda de candidatos demócratas hay dos divorciados casados en segundas nuncias y un padre soltero que sube a su hija al escenario cuando necesita compañía. Entre las aspirantes a primera dama se da una mozambiqueña que heredó una fortuna al quedarse viuda del rey del ketchup, una checa hija del holocausto nazi, una cantante de color y una médico de cabecera que se empeña en trasladar su consulta a Washington si su marido sale elegido presidente. Si los valores tradicionales de la familia y la «santidad del matrimonio» que pregona George W. Bush son tan clave en las elecciones presidenciales de EE.?UU. como ha demostrado hasta ahora la historia del país, sólo el general Wesley Clark y el senador John Edwards podrán hacerle sombra. Con su apellido de soltera El hecho de que haya mantenido su apellido de soltera en un país donde la mujer adquiere inmediatamente el de su marido al casarse ya dice algo del espíritu libre de esta doctora de aspecto frágil tímido. Judith Steinberg es la esposa que más curiosidad despierta en toda la campaña. Su decisión de mantenerse al margen de la política -¡la odia!-, ha desatado todo tipo de comentarios, pero ninguna de sus rivales se ha atrevido a criticarla en público porque en el fondo se ha ganado el respeto de muchos. En los dos años que su marido lleva trabajándose al electorado nacional, la doctora Steimberg ha participado en sólo dos actos de campaña y una entrevista de televisión. El primero fue en la presentación oficial del candidato en su estado de Vermont, y el segundo el domingo pasado, cuando las encuestas le hacían caer en picado la víspera de la debacle de Iowa. Se lo pidió la mujer del senador de ese Estado, Tom Hamkin, que ha apoyado a Dean codo con codo. La doctora lo pensó y puso una condición: Ttnía que ser en domingo, porque no podía dejar a sus pacientes sin consulta. Cuando apareció en el escenario su rostro era tan desconocido para los periodistas que siguen al candidato a diario que tuvo que presentarse «para aquellos que se estén preguntando quién soy», se disculpó. Su intervención duró menos de cinco minutos. La prensa estadounidense se ha cebado con Howard Dean presentándolo como un hombre temperamental y malhumorado por el estilo espontáneo y pasional que le lleva a actuar en los mítines como el guitarrista de rock and roll que era en la Facultad de Medicina. Allí fue donde conoció a Judith, con la que ahora tiene dos hijos. «Su meta en la vida es ser una buena doctora y una buena madre, lo cual me parece muy bien», la defiende. «Cuando nos casamos no sabía que yo intentaría ser presidente, ni yo tampoco». Ella le agradece que no haya intentado «complicarle la vida» arrastrándola con él hasta la arena política. Gracias a eso, su vida sigue siendo exactamente la que era: «No veo los debates porque no tengo televisión por cable, ni los sigo en Internet», ha confesado. «Tampoco le doy consejos». E incluso cuando tiene ocasión de parar en casa, Dean se hace su propia colada, en la que incluye «hasta las camisas que debería haber mandado a la lavandería», declaró sin poderse contener. La esposa del reverendo Otra mujer de candidato presidencial que mantiene su apellido de soltera es Kathy Jordan, porque los nombres artísticos llevan mucha inversión. Kathy cantaba el I feel good de James Brown en el coro del popular cantante de color que apadrinó a Al-Sharpton antes de que fuese reverendo, cambiando sus tornas de vida al convertirlo en activista social. Es ella quien pone las minifaldas y los pantalones ajustados de raso a la campaña en sus apariciones, que mantiene bajo mínimos. Su ventaja es que el reverendo del Bronx es el único candidato que admite que no tiene oportunidad de llegar a la Casa Blanca. Su único objetivo es plantear en la arena electoral los temas raciales y sociales que le preocupan, lo que libra a su esposa de la presión que recibiría por parte de los críticos si realmente supusiera una amenaza para el resto de los candidatos. Hija por primera dama La foto de su hija, una aspirante a periodista, sobre el escenario no ha logrado sustituir la falta de una primera dama, un elemento fundamental en las campañas estadounidenses que según los analistas suaviza la imagen del candidato tanto como besar niños ajenos. Tal vez fuera por eso que Denis Kucinich bromeó en uno de los debates televisivos fantaseando sobre cómo querría que fuera su primera dama. Se busca compañera en la lucha social que apoye la seguridad social para todos y quiera trabajar duro para hacer del mundo un lugar más seguro, pidió. Se valorará el dinamismo, el carácter extrovertido y la dieta vegetariana. «¡Podríamos decirle a la cadena Fox que organice un concurso o algo así!», se le ocurrió a Kucinich en pleno debate. «¿Por qué no?, sonrió el moderador apuntado a las cámaras de Fox que lo filmaban. «Un nuevo reality show que se llamase Salga con el presidente », sugirió. La reina del ketchup En el caso de la reina del ketchup, la decisión de mantener su apellido del anterior matrimonio era una cuestión de fortuna -550 millones de dólares para ser exactos- y de costumbre. «Alguien de mi edad -64 años bien llevados-, que tiene una vida profesional y ha llevado ese nombre durante 25 años no lo cambia así como así», dice. La fortuna la heredó de su primer marido, hijo único del padre del ketchup, convertido a senador y fallecido en un accidente aéreo. Le sirve para vestir de Dior y Chanel y viajar en avión privado ( La ardilla voladora , se llama la nave). La obliga a dirigir las muchas fundaciones altruistas de la familia -valoradas en mil millones de dólares- pero no la puede invertir en hacer presidente a su actual esposo. «El vivo», lo llama ella. «Mi difunto», la corrigen escandalizados sus asesores. Las leyes electorales no permiten al candidato utilizar aquellos bienes que fueron separados escrupulosamente al contraer matrimonio, por lo que el senador John Kerry ha tenido que hipotecar la casa para relanzar su campaña, que afortunadamente para él está dando dividendos. Eso sirve para que los cronistas conservadores aleguen que «si Teresa Heinz no confía en John Kerry, ¿por qué habemos de confiarle nosotros el país?» No es que la dama mozambiqueña no le apoye en la campaña. De hecho, los asesores de Kerry dicen, después de haberla entrenado y pulido a conciencia durante un año, que es más entusiasta que el senador. No falta a un mítin, habla cinco idiomas, se comunica con los mexicanos en español y con los haitianos en francés, y sobre ella se han escrito más páginas que sobre ninguna otra de sus rivales, entre otras cosas porque maneja las entrevistas como si fuera una celebridad. Todo un cambio para quién juró a su primer marido que para presentarse a presidente tendría que pasar «por encima de mi cadáver», admite que le dijo. El cambio se lo atribuye al ambiente de Massachusetts en el que vive desde que se casó con Kerry en 1995, tras conocerle en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro tres años antes. Sus preocupaciones son el medio ambiente, el sida, el tratado de Kioto, la emisión de gases que genera Estados Unidos, el abandono de África. Al principio sus asesores se preguntaban si no sería mejor que opinase menos. Teresa salía vestida con pañuelos de seda hablando de las bondades estéticas del Botox y los beneficios para la piel del té verde, hablaba de su difunto en presente y soltaba más de un improperio. A Kerry se le veía entonces nervioso e incómodo a su lado, pero en poco más de un año la hija del médico portugués que emigró a las colonias se ha transformado en uno de sus mejores valores electorales. Cuando denuncia el racismo cuenta los enfados de su madre al verla, muerta de miedo, participar en las protestas antiapartheid cuando vivían en Johanesburgo. Si defiende los tratamientos contra el sida o la malaria recuerda cómo ayudaba de pequeña a su padre a vencer el temor de africanos hacia la medicina del «hombre blanco», e incluso cuando se dirige a los republicanos se identifica con ellos por los 32 años que pasó en Washington junto a un congresista de su partido, lo que le da más credibilidad en sus críticas hacia Bush. Encima de todo, su amistad con la mujer de Kofi Annan, a la que conoció mientras estudiaba en Suiza, le coloca en posición privilegiada frente al unilatelarismo de Bush. Entre las dos hijas del primer matrimonio de Kerry, que acabó en divorcio, y los tres de la viuda, con ellos la Casa Blanca tendría familia numerosa. Una mujer con mano Si alguna de las esposas de los candidatos demócratas tiene mano en la campaña de su marido esa es Elizabeth Edward. Como Hillary, la abogada participa en las teleconferencias que el senador John Edwards realiza cada día con sus asesores para planear tácticas y estrategias, e incluso le sustituye cuando está ocupado y llega a tomar decisiones en su nombre. «Me parece muy bien, pero John no lo vería así», cuentan sus asesores que interviene cuando los planteamientos no le agradan. Se ha interpuesto ante ellos a la hora de manejar su imagen, y tiene poca tolerancia para las excentricidades que considere ajenas al carácter de su marido. Lo que peor lleva Elizabeth es que se noten tanto los cuatro años que le lleva a su marido, que para colmo parece más joven de lo que es-él tiene 50 y ella 54-. En una ocasión una mujer de edad se atrevió a halagar lo joven que se ve Edwards, y ella no logró morderse la lengua. «La verdad es que mi pelo se parece más al suyo», le dijo hiriente a la mujer, pasada de canas. «No soporto caminar por ahí y escuchar a mis espaldas: Ahí va Edward con su madre», confesó después. El aspecto infantil no le ha ayudado al senador Edwards, que llegó a la política hace menos de cuatro años. Hasta ese momento la pareja había acumulado una impresionante fortuna haciendo todo lo que aborrecen y necesitan compulsivamente los estadounidenses, abogados de litigios y bancarrotas. En una campaña donde todo el mundo explota sus sufrimientos personales, los Edwards dicen que fue la muerte de su hijo de 16 años en un accidente de coche la que les hizo girarse hacia la política «para sacar algo bueno de la muerte de Wade», cuenta el senador. Por su parte Elizabeth decidió convertir la muerte en vida y volver a tener hijos. Tras un tratamiento de fertilidad volvió a ser madre a los 48 y 50 años. Ahora sigue a su marido por la campaña con los dos pequeños de 3 y 5 años a cuestas. Los 26 años de matrimonio que lleva junto a él le han proporcionado algunos de los principales puntos de su agenda electoral. Ver a su esposa volver al despacho una semana después de dar a luz a su primera hija le ha hecho pelear por los derechos laborales de la maternidad. Por encima de la Otan De la esposa irlandesa de un general conservador sureño convertido recientemente en demócrata no se podían esperar innovaciones. Gertrude Clark ha seguido los destinos de su marido por el mundo con más de 30 traslados en 36 años de matrimonio y un hijo a cuestas, y quienes la conocen dicen que es tan detallista y disciplinada como él. No es eso lo que opina su marido. El general sonríe cuando cuenta la anécdota de uno de los mandos en la base estadounidense de Alemania que le pidió amablemente que se guardara para sí sus opiniones tras haber criticado públicamente la calidad de los colegios militares. «Fue como si agitaras una bandera roja delante de un toro», recuerda. Cuando Clark la conoció en una fiesta que celebraba la marina en Brooklyn era aún una ambicioso estudiante de la Academia Militar de West Point. Ella trabajaba como asistente ejecutiva en Wall Street y lo impresionó por su naturaleza espontánea y su astucia práctica. Él ha premiado su fidelidad con una dedicación que le ha hecho capaz de dar carpetazo a un encuentro con la Comandancia Suprema de la Alianza Atlántica «porque le he prometido a Gertrude que la llevaría al cine esta noche». De Auswitz al Despacho Oval Ninguna mujer de un candidato ha oído su historia personal en tantos mítines como Hadassah Lieberman. El senador de Conectica Joe Lieberman la cuenta para simbolizar «la promesa del sueño americano», dice con orgullo. «Su histórico viaje desde los campos de concentración europeos a la campaña presidencial en Estados Unidos demuestra que en nuestro país todo es posible», relata. En realidad Hadassah no nació en un campo de concentración pero sí es cierto que su madre sobrevivió a los campos de Dachau y Auswitz y su padre logró escapar con otros 20 judíos de un campamento de trabajos forzadas justo cuando los trasladaban a Auswitz. Ambos se casaron al finalizar la guerra y concibieron a Hadassah en 1946. Cuando ella tenía tres años emprendieron el traslado hacia el nuevo continente, huyendo de la pobreza de la posguerra. En Massachusetts su padre se hizo rabino y se mandó a su hija a la Universidad de Bostón, donde sacó un master en Gobierno y otro en Relaciones Internacionales. Ambos se conocieron en una cita a ciegas orquestada por un amigo común que estaba convencido de que estaban hechos el uno para el otro. Ocurrió a la mitad de sus vidas, en 1982, y al año siguiente se casaron en segundas nupcias. «Al principio fue química a la primera conversación y al final del día era amor a primera vista», han contado en un libro escrito por ambos con las experiencias acumuladas en la campaña electoral de 2000, en la que Al Gore le eligió como su candidato a vicepresidente. Ambos tienen en común una vida extremadamente religiosa y ortodoxa, que les hace no coger ni el teléfono en sábado y orar hasta en los pasillos de los aviones. Pretenden extender su ejemplo moral a todo el país. A la familia existente antes de sus respectivos divorcios le han sumado una hija común que ahora tiene 12 años, Hana, así como tres nietos. Uno de ellos estudia para rabino.