OPINIÓN
Cuando el trío se reúne...
LA CONFERENCIA que hoy sostienen en Berlín el presidente Chirac y los primeros ministros Schroeder y Blair no se explica sólo con la piadosa fórmula de Dominique de Villepin (se trata de fomentar un consenso sobre la Constitución europea cuanto antes), pero tampoco una conspiración de los grandes para imponer su voluntad. La versión del ministro francés de Exteriores es meramente formal y ritualista y la sospecha de complot se disuelve sola: es sencillamente imposible, con la legalidad europea vigente y la voluntad política correspondiente, que un directorio se apodere del motor de la Unión por mucho que el peso específico de los tres juntos sea realmente imponente. El trío se lleva notoriamente bien teniendo en cuenta que Berlín y París están al corriente de la condición británica de submarino de los Estados Unidos que se atribuye a Londres desde los lejanos días del general De Gaulle, quien llegó a sopesar -según sus memorias- la posibilidad de dejar al Reino Unido fuera del invento de la unificación europea. La verdad es que es notable que uno de los tres grandes percibido hoy como un socio político del eje franco-alemán ni siquiera haya aceptado la moneda común, el euro. La explicación a la anomalía, que se inserta además en la agria polémica suscitada por el seguidismo británico de Washington en Irak, es obvia: se trata de hacer creíble la Europa de la defensa y la seguridad. Y en ese campo Gran Bretaña, su industria militar en concreto, es indispensable. Sean cuales sean las diferencias de los ribereños del canal de la Mancha, París siempre ha sabido que para lanzar una política exterior y de seguridad común había que contar con Londres. De hecho, Blair y Chirac pusieron las bases de una agencia europea de Defensa digna de ese nombre. Lo único que hace Berlín es subirse a un carro en marcha y seguir. Las suspicacias que suscita la actividad creciente del trío se entienden pero aún más el hecho de que sin su dinamismo la visualización política y estratégica de la UE se demoraría mucho más. Frente a esta ventaja decae el argumento, perfectamente conocido en París y Berlín, de que con su disponibilidad, Gran Bretaña no hace más que aplicar el invariable principio de su política exterior: oponerse siempre a toda hegemonía o coalición hegemónica en el Continente.