| Análisis | El efecto político de las torturas |
EE.?UU. escoge?a?sus?cabezas?de?turco
El Gobierno estadounidense acelera los procesos contra los soldados implicados en los malos tratos a los presos iraquíes para intentar lavar su deteriorada imagen pública
Cuando George W. Bush decidió invadir Irak probablemente nunca pensó que su objetivo de ser reelegido presidente el próximo noviembre pudiera nublarse por culpa de uno de los más de 200.000 militares que han servido en ese país. Pero así ha sido. El sentido de la responsabilidad del soldado Joseph M. Derby le llevó a entregar a sus superiores el cedé con las fotos de las torturas cometidas por sus compañeros en Abu Ghraib, y cuyas consecuencias directas quizás se vean en las urnas. Ni la Casa Blanca ni el Pentágono se sienten orgullosos del comportamiento de lo que en palabras de Bush son «unos pocos hombres que no representan el verdadero corazón de los norteamericanos». Pero a juzgar por la lentitud con la que tanto él como el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, se enfrentaron al escándalo que provocó la publicación de dichas fotos hace más de dos semanas, hubieran prefe-rido que el conocimiento del horror «quedara en familia» y no trascendiera. Ambos sabían que había al menos una investigación en curso relativa a malos tratos en Abu Ghraib desde el pasado 16 de enero, pero sólo cuando las fotos se hicieron públicas reaccionaron y dieron la cara, aunque no de frente sino más bien de refilón. Bush tardó tres días en expresar su disgusto por unas fotos de cuya existencia se enteró por televisión. Donald Rumsfeld tardó una semana en comparecer ante la prensa para explicar por qué no había informado de la gravedad de los hechos al Congreso y al propio presidente. Desde el 12 de marzo reposaba sobre su mesa el informe interno «secreto y no público para extranjeros» del general Antonio Taguba, en el que se detallan atrocidades cometidas por la policía militar y la inteligencia en el interior de la cárcel de Abu Ghraib. Pero, según declaró Rumsfeld ante el Senado el 7 de mayo, no se lo leyó hasta que las fotos fueron publicadas y sólo vio esas imágenes -más de 300, aunque sólo se hayan hecho publica una veintena- con detalle un día antes de esa comparecencia. El secretismo es una de las características del Pentágono de la era Rumsfeld, y así se ha demostrado una vez más. «Siempre intentan retrasar la publicación de malas noticias con la esperanza de que algo bueno ocurra», confesó a la revista The New Yorker un miembro del Pentágono. En este caso, al secretario de Defensa le ha salido mal la jugada y parece haberle pillado desprevenido. De ahí que en un acto muy poco habitual en él, se atreviera a reconocer el error de no haber sabido entender el efecto que sobre el mundo árabe e incluso sobre los estadounidenses podría tener la publicación. Lo dijo a regañadientes, ante el Comité de Servicios Armados del Senado, que le exigió su presencia mientras sobre él caía una tormenta de peticio-nes de dimisión que aún hoy no ha amainado. La gravedad de los hechos denunciados por el soldado Derby el 13 de enero le ha estallado en la cara a un presidente cuya popularidad tocó fondo esta semana, el 44%. Mientras congresistas, senadores e influyentes medios de comunicación siguen pidiendo la cabeza de Rumsfeld, Bush parecía darle tranquilamente un portazo al tema afirmando que el secretario de Defensa «había hecho un trabajo soberbio», y lo enviaba en visita sorpresa a Abu Ghraib. Desde allí, Rumsfeld, recuperando su tono de desafío, proclamó con orgullo su forma de afrontar el escándalo: «He dejado de leer periódicos». Para intentar cerrar el escándalo, acorralan a los soldados rasos que participaron en las torturas y vejaciones y salvar así a la cadena de mando, la CIA y el Pentágono. De ahí que el miércoles comience el primer consejo de guerra contra Jeremy Sivits, quien ha pactado declararse culpable a cambio de no ser encarcelado y denunciar a sus compañeros. El Gobierno de Bush ha anunciado que de los siete soldados acusados al menos los cuatro varones se enfrentarán a consejos de guerra.