Karzai, un líder de boutique
El dirigente de Afganistán muestra su faceta enxebre en un consejo de ancianos; pero ya a solas con la prensa internacional cambia de registro y parece un puro «yuppie» occidental
Hamid Karzai, de 46 años, ele-gante, estilizado, calvete y fashion victim confeso, preside Afganistán desde junio del 2002. Guardando las formas ancestrales, fue elegido por la gran asamblea tribal del país, la Loya Jirga. Pero era, sin tapujos, el comodín de Bush para la transición postalibán. Karzai procede del sureño Kandahar, como el mulá Omar, aquel tuerto líder talibán, que a finales del 2001 se escaqueó de un cerco en una vespino y se lo tragó la tierra. El presidente es de linaje de fuste, con antepasados al frente de ministerios varios, y forma parte de la etnia pasthún (mayoritaria en Afganistán, con un 38%). Karzai estudió Políticas en la India. Ha vivido largas temporadas en Estados Unidos, donde su familia posee una cadena de restaurantes, y también cuenta allí con dos hermanos que imparten clases en las universidades de Maryland y NYC. Cosmpolita, habla francés, darí (la lengua de respeto en Afganistán), pashtún y un inglés de profe de curso de la BBC. En la calle, algunos ven a Karzai como el conseguidor que garantiza que siga llegando el flujo vital: la ayuda extranjera. Para otros, es simplemente el títere de EE. UU. Sea de un modo u otro, parece claro que va a ganar de calle las elecciones de mañana. La reunión Hace unos días, Karzai nos permitió acudir a su cumbre con los líderes tribales, los Ancianos. Llegamos al palacio presidencial, y en los muros exteriores nos topamos con los controles exasperantes de los fornidos pívots de DynCorp, com-pañía privada estadounidense, muy activa en Irak, que se encarga de la seguridad del presidente afgano. El pasado 16 de septiembre, a Hamid Karzai le lanzaron un misilazo cuando iba a aterrizar en la ciudad de Gardez. Salió ileso, pero desde entonces vive tras una barrera de guardaespaldas. Entramos caminando por una pista de grava y divisamos la fachada del modesto palacio. Llama la atención que aún conserva las muescas de disparos de la revuelta contra el presidente prosovético Najibullah, en 1989. Por entonces, aún era la URSS la que se encargaba de elegir a los títeres afganos. La gran cumbre Llegan los ancianos, unos tres-cientos. Para el observador constituyen una tropa vistosa: los altísimos pashtunes, con sus barbas luengas y sus rostros avinagrados; los tayikos, con boinas de muyahidines; también algún vejete morenocho, con cabeza afeitada, túnica y fez albos, y un diamante en la ventana derecha de la nariz. La asamblea se celebra en el jardín, entoldado por cuatro inmensos árboles. Los ancianos han venido en coche, pero analizando la roña de algunos pinreles, bien podrían haber venido andando desde Pakis-tán. Los camareros del presidente los sientan en sillas de plasticurri, tipo cafetería, les sirven un vaso de té y les ofrecen caramelos. Parecen un intrascendente grupo de venerables gañanes, pero son líderes realmente cruciales: en un país forjado por clanes, cada uno de estos tipos manda sobre más de 8.000 familias, que van a votar como ellos ordenen. A rezar Se acerca ya Karzai, caminando casi al trote entre seis guardaespaldas. Ocupa la cabecera de una mesa. Luego, los diversos líderes se van levantando y hablan. Todos acaban igual: «Mi gente es sólo una voz apoyando al presidente para las próximas elecciones». Salva corta de aplausos. Todo parece ir bien para Karzai. Pero a mitad de sesión, seis ancianos se nos fugan casi al sprint a un prado anexo. Una vez allí, extienden unas esterillas, ¡y a orar! Es la hora de uno de los tres rezos diarios. Nosotros alucinamos. Karzai, que conoce su país, no. El presidente se alza y grita tres o cuatro frases. Un chaval afgano que sabe inglés nos va contando: «El presidente dice que quien quiera ir a rezar, que vaya, que él no lo impe-dirá». Desbandada general. Karzai y sus guardaespaldas se quedan con sólo una docena de paisanos. El rezo va rápido. La asamblea se reanuda. Karzai vuelve a pegar unos cuantos alaridos: «¿Qué pasa aquí?, ¿no hay ninguna mujer? ¡Qué hablen las mujeres! Ellas también tienen derecho a hablar en Afga-nistán». Tras el alarde de tradición y modernidad del presi, una mujer sin burka, pero con velazo, se le-vanta, empuña el micro y nos dice que... «nosotras también apoyamos al presidente Karzai». Acaba la cumbre con el (inevita-ble) éxito. Los ancianos están en el bote. Karzai, contento, invita a los periodistas extranjeros a que entremos en su palacio. Cruza-mos el vestíbulo. El presidente se transforma: «Hey, guys! How do you do?». En sólo un minuto, el líder tribal de boutique se nos ha convertido en un exótico yuppie de la Quinta Avenida. Al cumplirse tres años del comienzo de los bombardeos de EE.UU. sobre Afganistán, iniciados menos de un mes después de los atentados del 11 de septiembre contra Washington y Nueva York, el país está a un día de sus primeras elecciones, que Karzai espera ganar con comodidad. Con 30.000 soldados extranjeros presentes en su territorio, los señores de la guerra reinando en la sombra pero con mano de hierro en sus respectivos feudos y la sombra de Osama Bin Laden agitándose en sus fronteras, 10,5 millones de afganos se han registrado para participar en estas elecciones que tendrán una repercusión mundial.