La América que vota

Nada más salir de Filadelfia hacia Pittsburg por la autopista 76, la América interior saluda con olor a bosta, campos de maíz y estampas de vacas pintas en las verdes laderas de las colinas. De no ser porque aquí las casas no tienen cercado y en cada una de ellas ondea una bandera de barras y estrellas, cualquiera podría pensar que conduce por una comarca gallega. Doscientos kilómetros más adelante, la autopista se empina y comienzan las curvas y los túneles. Es la cordillera de los Apalaches, un macizo que baja paralelo a la costa atlántica hasta cerca de Georgia. No son unas cumbres muy eleva-das, pero los parches en el as-falto indican que aquí deben caer unas buenas nevadas en invierno. Ya al otro lado de las montañas, tomando un desvío hacia el sur, una estrecha ca-rretera permite entrar en uno de los estados más pobres del país. «Bienvenidos a West Virginia: estado salvaje y maravilloso», reza un cartel situado junto a un silo de cereales. Estamos en el Mineral County, uno de los condados esta-dounidenses que, en proporción al número de habitantes, más jóvenes ha aportado a la guerra de Irak. A sólo quince kilómetros de la frontera con Maryland, lejísimos de los dos grandes centros administrativos del Estado -Charleston y Morgantown- se encuentra Fort Ashby, una pequeña aldea situada en el cruce entre dos carreteras secundarias cuyos habitantes jamás imaginaron que algún día saldrían en la CNN. Pero así fue, porque éste es el pueblo de Lynndie England, la joven soldado de 22 años cuya imagen paseando a un preso de la cárcel de Abu Ghraib con una correa al cuello dio la vuelta al mundo. Huir de la ecología Bush ganó este estado en el 2000 tras dos décadas de supremacía demócrata. Con una rica historia social, Virginia Occidental es un feudo de los sindicatos mineros de izquierdas, pero el mensaje de defensa de los valores ecologistas de Al Gore no caló en una región que vive de los pocos pozos de carbón que quedan sin cerrar y que está intentando salir adelante con las fábricas de papel como alternativa. La campaña electoral se hace más visible aquí que en ningún otro lugar de los visitados hasta ahora. En un cálculo rápido, se podría decir que el 60% de los hogares tienen en el jardín frente a la puerta un cartel a favor de Bush o de Kerry. Al otro lado del cruce de caminos, sobre una loma, hay una especie de campo da feira y un inmenso prado en el que los niños del equipo local de fútbol americano se disponen a empezar el entrenamiento diario. El mestizaje aún no ha llegado a Fort Ashby: el equipo está formado exclusivamente por chavales blancos, corpulentos y fuertes como mulas. Vergüenza para el lugar Algunos padres que han acompañado a sus hijos aceptan hablar de política. Pero rápidamente surge la pregunta: ¿Qué hace un pe-riodista europeo en un lugar como éste? «Viene por la chica», comenta uno de ellos. El fantasma de Lynndie es una vergüenza para el pueblo. «Te diré una cosa: está muy mal lo que hizo esa chica en Irak, pero también está mal que pague ella por todos», dice un cuarentón tatuado y con cara de buena persona. Anochece y Fort Ashby comienza a oler al humo de las cocinas de carbón. Por las laderas, una liviana niebla amenaza con bajar hasta el valle. Ya en las afueras del pueblo, de camino a la ciudad de Cumberland, una ribera sombría es utilizada como hogar provisional por un puñado de familias que, como la de la soldado England, viven en destartaladas roulottes. La mejor edificación de este barrio es sin duda la de la iglesia católica de la Anunciación. A la puerta, en un cartel luminoso junto al templo, un mensaje despide al viajero con una comparación escalofriante: «Americanos muertos en la guerra de Irak, 1.075. Planificación familiar (entendido como eufemismo del aborto), 3.227.385».