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El 11-S vive en el Pentágono

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Irak es sólo una estación en la guerra contra el terrorismo que Estados Unidos inició a finales del 2001, bombardeando Afganistán. La batalla decidió emprenderla George W. Bush en respuesta a los atentados del 11-S en Nueva York, Pittsburgh y Washington. En esta última ciudad, activistas de Al Qaida lograron secuestrar y estrellar contra el Pentágono, el corazón militar del mundo, un avión comercial. Perdieron la vida cuantos iban a bordo (59) y 125 miembros del Departamento de Defensa. Pasados cuatro años, en el lugar de la tragedia quedan profundas huellas de aquella mañana. Nadie olvidará cuando el reloj marcó las 9.37. Tras el ataque, junto a los convencionales extintores de incendios, el Gobierno ha instalado en los corredores del edificio máquinas dispensadoras de máscaras antigás. «Están ahí por si sufrimos otro ataque, uno químico o bacteriológico, ya sabes. Pero son sólo para uso de los visitantes y de los empleados que se encuentren fuera de la oficina, andando por los pasillos, en ese hipotético momento. Porque las 23.000 personas que trabajamos aquí dentro tenemos más-caras propias guardadas en nuestros escritorios», relata una funcionaria con aplomo sorprendente. Además, en todas las paredes del complejo, a baja altura, han sido señaladas con flechas verdes rutas de escape hacia las puertas de salida más próximas a cada lugar. Con ello, el gabinete que dirige Donald Rumsfeld, pretende evitar, llegado el caso, lo que sucedió aquel 11 de septiembre: excepto los pasajeros del vuelo, casi todos los muertos fallecieron asfixiados por el humo que generó la colisión y posterior incendio, pues fueron incapaces de encontrar la forma de abandonar el inmueble. Donde todo empezó, todo sigue, siguen las huellas.

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