De todopoderoso a paria
Sadam Huseín fue en su apogeo un campeón del panarabismo y jefe todopoderoso de Irak, antes de convertirse, tras la invasión de su país y la caída de su régimen, en un paria. El culto de la personalidad en torno al «gran dirigente» que se suponía era una síntesis de Saladino y del legendario Nabucodonosor, terminó con su captura, por los invasores norteamericanos, en un maloliente zulo al norte de Bagdad, el 13 de diciembre del 2003, tras una persecución de ocho meses. El régimen del hombre que prometió «morir en Irak y preservar el honor del pueblo», cayó el 9 de abril del 2003 con la entrada de las primeras tropas estadounidenses en la capital y la desbandada de su Ejército. Sadam, de 68 años, entró en la clandestinidad. Sus estatuas fueron derribadas, sus retratos destrozados y sus palacios saqueados. Sus hijos Qusay y Uday, déspotas como él, cayeron muertos cuatro meses después en un ataque de las fuerzas de ocupación contra su escondite del norte. Su esposa y sus hijas huyeron al extranjero. Tras su captura poco gloriosa, el ex gobernante fue encarcelado en lugares no precisados de Irak, antes de ser transferido a una prisión en una de las más grandes bases norteamericanas del país, cerca del aeropuerto de Bagdad. Allí, cambió sus trajes y sus sombreros borsalinos por una dichdacha (ropa masculina árabe) y se convirtió en el primer jefe de Estado árabe juzgado en su propio país por crímenes cometidos contra su pueblo. Atrás quedaban sus 24 años como amo absoluto de Irak y su paso de dictador mimado por Estados Unidos a malvado número uno. La invasión de Kuwait (1991) y la aplastante derrota sufrida a manos de las fuerzas de una coalición encabezada por Washington. Y por supuesto la invasión y su derrocamiento por unas armas que nunca se ha aprobado que tuvo.